Jorge Tadeo
Conocí Centroamérica en el verano de 2008. La aventura, bastante larga, empezó en Hermosillo cuando me subí al Halcón Milenario, posteriormente bautizado como Che Bus y después como el camión de la Caravana Climática. Bajé en la Ciudad de México sólo para transbordar a San Cristobal de las Casas, mi primera parada y una de las ciudades que más tristeza me causa por la discriminación tan marcada entre sus habitantes y los turistas, sólo en Oaxaca he visto algo similar. Después me detuve un poco en Tapachula, que como ciudad fronteriza sufre de ese mal de no ser una ciudad con apego, es únicamente de paso y se le nota en su arquitectura, la forma de vivir de sus habitantes. Ahí tomé el autobús a mi destino final, San Salvador, capital de El Salvador, con motivo de mi participación en una reunión sobre deuda ecológica de la Red Intercontinental Jubileo Sur Américas.
En general toda Centroamérica tiene una tendencia a resistir, probablemente por su misma historia. La represión existe, pero es parte de la vida diaria, llevan décadas viviéndolo. Tienen demasiados muertos en su memoria que hace difícil no recordar, especialmente ese recuerdo que los lleva a mantenerse en la lucha. Incluso los lleva a tener una relación estrecha con la muerte, no por nada esta región ha sido el nacimiento de dos de los grupos más sanguinarios en los últimos años: los Maras Salvatruchas en El Salvador y los Zetas en Guatemala, estos últimos instruidos por el ejército Guatemalteco de la época de Lucas García. En este contexto histórico tuvo lugar la reunión ambientalista -que mencioné líneas atrás- en San Salvador.
Ahí conocí a doña Carmen, una señora Guatemalteca, indígena maya que en los años ochenta el gobierno -con el pretexto de la guerrilla- le mató a su esposo, sus dos hijos, su nuera y uno de sus nietos. Sólo sobrevivieron ella y su nieta más pequeña, que en ese momento era una bebé de brazos. No eran guerrilleros, eran campesinos que sobrevivían de la siembra del maíz y que su única culpa era vivir justo en la zona donde en ese momento se proyectaba construir la hidroeléctrica Chixoy. Su familia fue de aquellos que dijeron ‘no’ y el gobierno, después de declarar estado de excepción, los desalojó por la fuerza. Ahí doña Carmen no solo perdió a su familia, perdió sus tierras y su forma de vida.
Dentro de las actividades de la reunión había una actividad donde dos personas platicábamos por media hora sobre los tipos de deuda y las medidas de remediación y/o reparación según el daño. Este podía ser deuda histórica, social, económica, ecológica o las cuatro. A mí me tocó hacer pareja con doña Carmen y ahí me contó su historia. La llegada de los militares, el estado de excepción declarado por el gobierno, el desalojo, la violencia, los presos y los muertos. Ante mi pregunta de cuál sería para ella la forma de reparar la deuda que claramente tienen con ella de manera personal, primero se queda callada un par de minutos para luego decirme.
-Lo que a mí me gustaría es que ellos, los que estaban al mando, los que mandaron matar a mi familia, me ofrecieran una disculpa. No quiero más. Solo una disculpa por haberme dejado tan sola.
Desde mi lógica donde la justicia tiene esa cara occidental que implica un castigo a los culpables, es decir un pago ante la sociedad que no necesariamente es un reflejo de lo que quieren las víctimas, le pregunté si no era mejor verlos en la cárcel o que le dieran una indemnización por haber perdido sus tierras.
-De nada me sirve que los encarcelen. Eso no me va dar paz en mi corazón. Y el dinero, pues ese no me hace falta. No tengo mucho, pero sobrevivo con lo que tengo y me alcanza para mantener a mi nieta. Además sería dinero sucio, dinero que justifica la muerte y el encarcelamiento de más personas. Yo sólo quiero saber que ellos están arrepentidos. Con eso les daría mi perdón.
Debo confesar que me sentía un poco confundido, así que se lo hice saber.
-Todos los días recuerdo a mis hijos, mi esposo, mis nietos, mi nuera; no hay un solo día que no les llore porque ya no están conmigo y nada me los va regresar. Tengo que aprender a vivir con eso.
Entonces le pregunté si eso era justo para ella. Si una disculpa era justo y suficiente.
-Sí. No voy a vivir con odio en mi corazón, no voy a olvidar y si sigo aquí es porque creo que lo que ellos llaman progreso y desarrollo no significa lo mismo para nosotros. Una disculpa sería reconocer que su modelo está equivocado. Eso para mí es suficiente.
No dije más. Esa plática de media hora con doña Carmen me enseñó que seguimos pensando en ese concepto de justicia que viene del mismo sistema. Este concepto no es una idea inamovible que se tenga que apegar a lo que nosotros pensamos y que a veces quienes necesitan la justicia no están pensando en situaciones penales, indemnizaciones o algún tipo de reparación. Solo esperan el arrepentimiento de los culpables. Situación harto difícil cuando se trata de deudas ocasionadas por el mismo sistema. Es mucho más factible una puesta en escena de su justicia penal que una disculpa.
Existen conceptos que pensamos son universales y esperamos que se apliquen desde esa lógica. Estamos condicionados a eso. Como sociedad es claro que necesitamos unificar ideas como perdón, olvido, justicia, sin olvidar que la diversidad de ideas, de formas de vida, de pensar, son más importantes que un concepto inamovible y que no necesariamente tienen que responder a lo que pensamos la mayoría.