*Jorge Tadeo Vargas
I
La historia de cómo su padre había migrado hacía el país del norte cuando él era un niño que acababa de cumplir dos años la conocía de memoria y no porque recordara el viaje. Él no había viajado con su papá, sino porque era una plática recurrente en casa.
Sabía que primero migró su papá. Llego a California a inicios de la década de los noventa del siglo pasado después de atravesar el Desierto de Sonora. Entro por la ciudad de Altar, una de las pocas ciudades fronterizas que no sólo no tiene una ciudad estadounidense colindante, tampoco tiene muro o una vigilancia fuerte por parte de la policía migratoria. Lo que tiene es un desierto que en los mejores días la temperatura máxima alcanza hasta los 60 grados centígrados. Es decir 15 grados más de los que los estudiosos de la biología dicen que son el tope para que exista vida en un ecosistema.
Pasar por Altar y cruzar el desierto en condiciones extremas fue una de las peores experiencias que había tenido, es lo que decía su padre cuando comenzaba a contar la historia de cómo llego a California. Caminar a más de cincuenta grados, racionalizando el agua, comiendo poco, con un sol quemante. Fueron los peores días de su vida. Dormir a la intemperie sin nada con que cobijarse, vigilando que los animales del desierto que tienen por costumbre salir en la noche hacer su vida no los fueran a confundir con alimento y fueran a atacar.
No recuerda haber dormido mucho esos días. Vigilando para no ser atrapados por la migra conforme se acercaban a los pueblos. Aun recordaba a las personas que no lograron llegar hasta Bisbee, Arizona donde ya los esperaba otro coyote para llevarlos hasta el punto final. No supo que pasó con ellos, simplemente desaparecieron en el camino. No se supo más de ellos. El coyote se los había advertido: “Aquí cada uno tiene que ver por uno mismo. No se detengan ayudar a los que se quedan, porque se vuelven un lastre, un estorbo.” La ley del más fuerte. Al final él pudo llegar gracias a que un compañero ignoró esta ley y compartió con él agua y comida. De la caravana inicial de diez personas sólo siete lograron llegar hasta California. Los otros tres se perdieron en el camino. Con el paso de los días, semanas, meses no habría rastro de ellos más que el recuerdo de sus familias que nunca tendrían un cuerpo al cual llorarle. No era su caso. Logró llegar a Los Ángeles instalarse en un pequeño departamento de 30 metros cuadrados junto a otros inmigrantes y salir a buscar trabajo. Primero comenzó a trabajar en un restaurante mexicano como lava trastes. Ahorraba todo lo que podía, incluso guardaba las sobras de comida para no gastar en alimentos. Mandaba una cantidad a su esposa que se había quedado en México con los dos pequeños hijos: Paco que tenía un año cumplido cuando él se fue y María con sólo dos meses. La otra cantidad la guardaba para el momento en que pudiera mandar por su familia. Esa era la meta final. Lograr que toda su familia se fuera a vivir con él a California. La esperanza del sueño americano era su motor diario para continuar lejos de ellos.
A los tres meses de estar en esta nueva ciudad donde ni siquiera conocía el idioma gracias a sus conocimientos en electrónica consiguió un trabajo en una pequeña tienda de reparación de aparatos eléctricos. La paga no era buena, pero Don José le permitió quedarse a dormir en la bodega y así ahorrarse el dinero de la renta. Gracias a su tenacidad y su capacidad de trabajo logró que él dueño le fuera tomando confianza. Para antes de cumplir un año ya era el mejor empleado, la mano derecha de Don José quien le aumentó el sueldo, le ayudó a buscar una casa y lo puso en contacto con un coyote en Tijuana para traer a su familia. Era un poco más caro que el viaje que él hizo, pero mucho más seguro. Para cuando Paco estaba cumpliendo dos años iniciaron el viaje hacia una nueva vida.
II
No es que sus padres vivieran en una situación de miseria, no, su historia no era la clásica historia de la familia que al no tener que comer migran hacía los Estados Unidos. Vivían en una ciudad relativamente grande, eran pobres, pero no vivían en la miseria. Entre los trabajos eventuales que conseguía su padre y el trabajo de limpieza en la casa de una familia rica de la ciudad que tenía su madre les alcanzaba para llegar a fin de mes. Sin lujos, sin gastos innecesarios, pero llegar.
Por eso cuando sus padres comenzaron a platicar sobre migrar a Estados Unidos para darle una mejor vida a sus hijos, al menos mejores oportunidades su madre no lo pensó mucho. Estuvo de acuerdo y se dedicaron a planear la mudanza. Le daba miedo quedarse sola con los hijos, pero sabía que contaba con su familia el tiempo necesario hasta que todo estuviera listo para que se fuera con los niños y volver a estar juntos.
Era difícil para ella criar a los hijos sola claro estaba su mamá para ayudarla, pero no era lo mismo. Los primeros meses trató de quedarse en su casa ella sola con los niños, al final le fue imposible y se fue a la casa materna a vivir con su padre y su madre, no tuvo más opción que hacerlo. No podía con los niños, el trabajo, la casa, así que decidió aceptar el ofrecimiento que le había hecho su madre e irse a vivir con ellos.
Rentó la pequeña casa que su esposo había construido con sus manos y eso se fue a la caja de ahorros que estaban haciendo para el reencuentro familiar. A esa misma caja iba a parar todo lo que su esposo le mandaba. Un año después ya estaban listos para el viaje.
El día llegó. Hicieron las maletas, se despidieron de su familia con una fiesta organizada por su padre que entendía que este viaje era para tener un mejor futuro para sus nietos. Todos los vecinos colaboraron con algo. Hubo la comida típica de su región, bebida. Su familia y sus amigos más cercanos las despidieron. No era cualquier viaje. Era iniciar una nueva vida. Era el comienzo de algo mejor para ellos.
Primero viajaron a la capital del Estado para de ahí tomar un autobús que los llevaría a la frontera. Ella nunca había salido de su pueblo. Toda su vida la había hecho cerca de su familia. Estaba nerviosa, era un viaje largo, sola. Aun así, la emoción de estar con su esposo era mayor que sus miedos.
Después de un viaje de más de 40 horas llegaron a Tijuana. Habían atravesado todo el país. Cientos de ciudades, pueblos, pequeñas localidades. En la terminal de autobuses ya los esperaba el coyote que a recomendación de Don José los ayudaría a pasar. Pasaron la noche dentro de un doble fondo de un camión de carga junto a otras cinco personas más. A pesar de la incomodidad estaba tranquila, expectante pero tranquila. En unas horas más la familia volvería a estar junta.
Él los espero en el lugar que Don José le dijo. Los vio bajar del camión y corrió abrazarlos. La pequeña María lloraba sin parar. No sabía quién era esa persona que la abrazaba. Ya habría tiempo de irse conociendo y que ella supiera que era su padre. Paco solo lo veía en silencio. Era aún demasiado pequeño para entender lo que estaba pasando. Para comprender que iniciaban una nueva vida. Pero estaba feliz de ver de nuevo a su papá. El recuerdo de esa persona que los abrazaba, que besaba a su madre, lo hacían sentirse seguro. Cuando lo saludo, diciéndole: “Hola Paco, soy tu papá y estoy muy feliz que estén aquí conmigo” Paco sonrió, le dio la mano mientras su papá lo tomaba en brazos y le daba un beso en la mejilla y le preguntaba si se acordaba de él. “Si, me acuerdo, ahora me acuerdo” le decía Paco mientras comenzaba a llorar.
III
Es difícil para un niño que llegó a un nuevo país y de donde nunca ha salido no sentir que pertenece a ese lugar. A pesar de haber llegado cuando apenas tenía dos años, seguía siendo un extranjero, un mexicano, no había nacido en ese país, no tenía papeles que dijeran que había nacido ahí. Él lo sabía muy bien. Lo supo desde el primer día que fue a la escuela y la profesora se lo dijo. Era un inmigrante ilegal. Igual que su padre, igual que su madre, igual que su hermana y la mayoría de los compañeros del salón de clases. La profesora se los tenía que dejar claro.
Aprender que no es “americano”, a vivir con el miedo de que en cualquier momento lo puedan deportar no es nada fácil. Fue una de las primeras lecciones que les dio su padre. No llamar la atención, no salir del barrio y evitar por todos los medios a la policía. Andar siempre juntos él y su hermana. Aprenderse la dirección de su casa de memoria.
Esa es una parte de vivir en esa especie de limbo donde no perteneces ni a Estados Unidos, ni a México, donde no eres parte de una cultura, ni de la otra. Puedes sentirte norteamericano, pero el color de tu piel que no es como el de los actores de la televisión y el cine, el trabajo de tus padres, la decoración de tu casa, la comida son distintas te recuerdan que no eres “gringo”, pero tampoco eres mexicano. No sabes muy bien lo que eres. La otra parte que te lo recuerda es precisamente vivir con ese estigma y aunque gran parte de los compañeros de escuela estaban en la misma situación, ese estigma era motivo de burla por parte de los demás niños que SI eran “norteamericanos” y que se lo hacían ver con sus burlas y sus ataques. No importa que no conociera México que, si no fuera por la terquedad de su madre y de su padre, ya no hablaría nada de español. El inglés era su idioma. Este era su país, aunque la ley dijera que no. Había vivido aquí por más de 15 años. Sus amigos, si familia estaba aquí. Y ahora que estaba por graduarse de la preparatoria, y había sido aceptado en la Universidad de California, su vida estaba por dar un giro de 180 grados.
Era un día como cualquier otro. Despertó a las seis de la mañana para darse un baño antes que su hermana. Era su costumbre. Cuando salió el desayuno ya estaba en la mesa, al igual que su padre que le informó que su madre había salido más temprano porque tenía que ir hasta el Valle por trabajo. Desde hacía más de un año, su madre y una vecina iniciaron un negocio de limpieza de oficinas que les estaba dando una mayor cantidad de trabajo y dinero, pero también eso hacía que pasara menos tiempo en casa. No le gustaba mucho esta nueva situación, pero la entendía, estaban preocupados por su entrada a la universidad.
Desayuno junto a su padre y hermana, después de lavar los trastes se despidió. Hoy acompañaría a su amigo Juan. Pasó por él a su casa e iniciaron su camino a la escuela. Los dos habían sido aceptados en la Universidad de California, estaban emocionados. Paco tenía una beca completa, Juan tenía media beca. Los dos planteaban buscarse un trabajo para poder pagar todo lo que no cubría las becas. Hablaban de su futuro, de lo que les esperaba en unos meses. Estaban optimistas.
No se dieron cuenta de la patrulla de migración hasta que llegaron a la esquina y vieron a personas corriendo mientras gritaban “¡Migración, migración!” Juan corrió en dirección contraria, justo hacía su casa. Paco corrió en dirección a la iglesia tal como lo habían planeado muchas veces en familia. La iglesia funcionaba como asilo, la policía no entraba ahí y estaban más o menos seguros. Solo tenía que correr tres cuadras y estaba seguro. Justo en la última cuadra, cuando dobló la esquina lo detuvieron un par de policías migratorios. No había más que hacer. Hacía un poco más de seis meses que inicio la “cacería de inmigrantes ilegales” en palabras del nuevo presidente y esta era una de las consecuencias. Ya no estaban seguros en el barrio. Se quedó quieto mientras lo esposaban. Escuchó al cura de la iglesia gritarle que avisaría a su familia y camino en silencio hasta la patrulla que ya comenzaba a llenarse de personas que como él; su único delito era no tener papeles migratorios. Se sentó en silencio con la mirada hacia abajo. Sabía que desde el cambio de gobierno la ley de amnistía para los “dreamers” no existía. Lo deportarían a México. Se controló para no llorar. Trató de no escuchar los gritos de sus compañeros de patrulla, ni los de la gente de afuera. No quería pensar en nada.
Sentado en la oficina de migración con otros jóvenes que al igual que el estaban por ser deportados. Iban a ser regresados a “su patria” les había dicho el policía migratorio que los detuvo fuera de la escuela. No entendía. Su patria era esta, donde estaba su familia, sus amigos, donde él vivía y a la que le había dedicado toda su vida.
Pasaron toda la noche en esa oficina. Eran más de 20 “dreamers” como se les conoce a estos jóvenes que viven en un limbo legal que no les permite tener una identidad; son mexicanos en el papel, pero son norteamericanos en su forma de vida. Es difícil que se sientan parte de un país que muchos conocen por lo que sus padres le platican. Al que muchos de ellos nunca han ido ni siquiera de visita. Sin embargo, para muchos el sueño esta por convertirse en una pesadilla. Sus padres no pueden hacer mucho, también son indocumentados y corren el riesgo de ser deportados. Deben tener cuidado. Todo lo que hagan para rescatar a sus hijos debe ser con mucho cuidado.
No tuvieron mucho efecto los esfuerzos hechos por esa organización que apoya a los inmigrantes en su recorrido para no ser deportados. Una vez que la ley de amnistía había sido borrada por el nuevo presidente poco se podía hacer con los detenidos. El tiempo que tenían para lograr hacer algo era menor a las veinticuatro horas. En menos de doce Paco sería deportado hasta su ciudad de nacimiento. Al igual que los otros 20 “dreamers” detenidos junto con él. No hubo mucho que hacer. Fue puesto en un autobús que los llevó a la frontera para ser deportados.
IV
Una vez que paso al lado mexicano, lo pusieron de vuelta en otro autobús que lo llevarían lo más cercano de su ciudad de origen. 40 horas de regreso, las mismas 40 horas que hace 15 años hizo en camino de reunirse con su papá, de comenzar su vida. La única que conocía. La suya, la de su familia. Las nuevas políticas del gobierno estadounidense decían que el ya no era bienvenido y fue rechazado, desplazado, olvidado. No había más que hacer.
Tres días después estaba en casa de su abuela materna. Lo había perdido todo, familia, amigos, lugares, todo se había quedado allá en aquel país que le dijo que a pesar de lo que él sentía, no le pertenecía, no era su patria. Ahora estaba en lo que le decían era su país con un idioma que no conocía, lo hablaba, mal y muchas veces no lo entendía.
¿Cómo empezar de nuevo cuando lo haces obligado? ¿Cómo tratar de ser optimista ante el nuevo panorama? A sus 17 años lo había perdido todo. Y por si fuera poco estaban sus padres que no sólo tenían que lidiar con la desesperación de la deportación de su hijo mayor, sino que tenían que buscar cómo proteger a su otra hija, protegerse ellos y conseguir un abogado que los ayudara. Esto último fue fácil había muchas organizaciones de abogados apoyando en estos casos. Todo el país se había volcado a tratar de proteger a los “dreamers”. Era una de las mayores injusticias cometidas por el gobierno y no se podían quedar con los brazos cruzados. Aun así, el panorama para Paco era desalentador.
Unos días después de su deportación Paco se puso en movimiento. Aunque no lograra regresar a Estados Unidos no podía quedarse estático, tenía que buscar cómo lograr que su vida se acomodara de nuevo ya fuera provisional o permanente. Lo primero que hizo fue salir a buscar trabajo. Su dominio en el inglés logró que consiguiera un empleo en un “call center” de una empresa norteamericana que gracias a los tratados de libre comercio podía tener sus oficinas de atención al cliente en otro país. Pagaban menos y ni siquiera tenía que pagar seguridad social. Su trabajo sería de 15:00 a 23:00 horas. Le quedaba toda la mañana para buscar como regresar a la escuela. Había visto que el gobierno mexicano estaba ofreciendo revalidar los estudios de los “dreamers” para que pudieran continuar estudiando en su país. No era su país pensaban Paco. No podía, no lo sentía como suyo. Era un extranjero, aunque sus papeles dijeran lo contrario.
Las primeras semanas Paco estuvo buscando en todas las dependencias de la Secretaria de Educación un formato, algo que le dijera como revalidar sus estudios para poder entrar a la escuela preparatoria en México. Nada. Era un viacrucis sin sentido. La mayoría de sus papeles se habían quedado en los Estados Unidos y su familia no estaba en posición de ayudarlo en eso. Tenían sus propios problemas en este momento. Buscar cómo proteger a su hija de los riesgos que cada día iban en aumento, de la cacería de inmigrantes que inició el presidente americano y a la cual se habían subido muchas otras autoridades, no sólo por obligación, sino por su propio racismo y xenofobia.
Para poder darle solución al tema escolar tenía que esperar meses. Aceptar que perdiese al menos un semestre de escuela en el mejor de los casos. Algunos le dijeron que posiblemente debería de cursar de nuevo el último año de escuela preparatoria. Todo era desalentador. No le quedaba más que el trabajo. Cumplía como su padre le enseñó. Todos los días llegaba a su hora trabajaba sus ocho horas sin meterse con nadie y regresaba a casa. Se había insertado en la rutina lo más dentro que pudo para no pensar más. En menos de un mes su vida había cambiado por completo. De tener una beca completa para la Universidad de California había pasado a vivir en un país que desconocía y el cual por más que lo dijeran los medios, tampoco le permitía estudiar. Si antes era un “dreamer” ahora se sentía literalmente viviendo una pesadilla. Su vida no avanzaba. Estaba detenida en la nada.
V
Había transcurrido un mes y medio desde que salió de la casa de su abuela y llegó a California. Atravesó el Desierto de Sonora tal como lo había hecho su papá hacía más de quince años. Lo hizo con un par de amigos, sin la ayuda de ningún coyote. No tenían para pagarlo y no quiso pedir ayuda a sus padres. Fue su decisión, si lo lograba sería porque estaba destinado hacerlo.
Viajaron desde su pueblo hasta Altar. Se habían informado lo suficiente para tener una idea de los riesgos. Caminaban de noche mientras buscaban un espacio con sombra debajo de algún mezquite. Gracias a activistas que van dejando garrafones de agua lograron sobrevivir. Sólo el deseo de volver con su familia, de regresar a ver a sus amigos lo mantenía en pie.
Llegaron a Arizona donde se mantuvieron unas semanas trabajando para conseguir el dinero suficiente y continuar su viaje. Habían decidido que todo el viaje lo harían juntos. Los tres salieron juntos de su pueblo. Los tres llegarían juntos a California.
Para diciembre ya estaba de nuevo en casa. Llegó al barrio el 22 de diciembre por la mañana. Camino un poco por las calles que conocía de memoria, que extrañaba. Se detuvo frente a su casa que ya mostraba los adornos mexicanos de navidad. Verlos lo lleno de alegría. Llamó a la puerta mientras dejaba la mochila con lo poco que llevaba en el piso. Su hermana gritó al verlo mientras lo abrazaba. Le decía a su madre que Paco estaba ahí que no estaba muerto. Él tuvo que pedirle que le permitiera entrar. Ella comenzó a reír a carcajadas mientras lo soltaba para dejarlo entrar. Su madre lo veía como quien ve a un fantasma. No atinaba a hacer nada hasta que él se acercó la abrazó mientras le decía, “soy yo, mamá, soy Paco, ya estoy en casa” Entonces ella soltó el llanto y comenzó a acariciarlo “eres tú” le decía. “si eres tú, Dios escucho mis rezos. Es un milagro”. “Bienvenido mijo” Le dijo su padre parado en la puerta de la cocina. Su padre sólo atinó a darle la mano mientras le reclamaba su silencio en todo el trayecto de México a California. Tal como él lo hizo hace 15 años cuando Paco llegó por primera vez. Las palabras de su padre le decían bienvenido entre palabra y palabra. La casa comenzaba a llenarse de felicidad. Estaban juntos de nuevo.
Les platicó de su viaje, le dijo a su padre que ahora tenían otra cosa en común. Él ya no era un “dreamer” era un ilegal que había atravesado el desierto y había sobrevivido. Igual que él. Ahora tenía un nuevo estatus y no importaba. Estaba en su casa, con su familia, con sus amigos, con la gente que lo quería, que él quería. Eso era lo que importaba.
Al siguiente día fue a trabajar al negocio de Don José donde su padre ya era socio. Para el año nuevo ya estaba de nuevo en rutina. Era uno más de los cientos de miles de trabajadores que no cuentan con estatus migratorio y que hacen funcionar como un perfecto engranaje, a ese país que tanto gustan presumir como América sus más aferrados ciudadanos racistas y clasistas.
Él había perdido la oportunidad de seguir estudiando, sus prioridades habían cambiado, ahora más que nunca tenía que cuidarse de la migra, se mantenía en alerta máxima y sin embargo para él, era estar en casa de nuevo. En su país.