*Judith Sandoval
-Pero que maravillosa sería la vida si antes de nacer pudiésemos elegir como vivir- Pensaba mientras fumaba un cigarrillo con algún sabor mentolado. Esos cigarrillos eran sus favoritos pues podía fumarlos sin que sus manos y ropa quedaran impregnados por el olor del tabaco, aunque de poco servía cuando, a mitad del día, se terminaba la cajetilla recién abierta con la primera taza de café.
Era un domingo por la mañana. De esos domingos otoñales que le gustaba sentir en la piel. El viento frío se colaba a través de su bata blanca, casi transparente, que dejaba ver sus pezones cafés y erectos mientras la tela ondeante le acariciaba la piel un poco áspera. Le gustaba sentir el vapor del café hirviendo pegando en su cara mientras lo bebía a sorbos y sentir su cuerpo excitándose de apoco, calentándose por los rayos de sol que, en esta época del año, a pesar del frío aire, se sentían como pequeñas brazas ardientes.
Frente a su habitación, un gran jardín lleno de lavandas y rosa laureles adornaban su vista. Desde la puerta del viejo cuarto, que alquilaba en el barrio más viejo de la ciudad, disfrutaba el paisaje. El morado de las lavandas cubría gran parte de aquel jardín y los rosa laureles soltaban su aroma mañanero que, junto con el aroma de la bebida caliente, lograban despertar todos los sentidos del cuerpo.
–Que ganas de correr entre las lavandas y revolcarme como gata en celo- decía para sí al tiempo que sus manos comenzaban a vibrar y a bajar lentamente entre sus senos, rozando apenas con los dedos la piel erizada. Un escalofrío excitante comenzaba a recorrer su cuerpo haciendo que, casi por inercia, sus piernas comenzarán a separarse dando entrada a su mano que poco a poco se acercaba a su sexo palpitante.
Algo en ese momento le hizo recordar ciertos momentos de su vida pasada. Su cuerpo comenzó a doler como recordatorio de los golpes propinados y las lesiones ocasionadas por ella misma.
Dejó pasar ese momento pues hacía mucho tiempo que su cuerpo no sentía deseo ni placer, de hecho, desde hace mucho tiempo que su cuerpo no sentía nada. Continuó acariciándose con sus manos frías, disfrutando cada palmo de su piel, tomando sus senos, uno en cada mano, rodeando sus pezones apenas con la punta de las yemas.
Cuanto placer le generaba ese momento.
Evocando recuerdos de sus amantes, los pocos que permanecieron es su cama después de descubrirle tal cual era, la palpitación, no sólo en su entrepierna aumentaba a cada instante, cómo si al recordarles pudiera sentir nuevamente el calor del amor entre las sábanas. Fue tanto el placer que le ocasionó ese instante que no se percató que, del otro lado del jardín, alguien le observaba con detenimiento.
Encendió otro cigarrillo.
Con la mano que mantenía libre buscó sentir su sexo. De sus labios salió un pequeño gemido al sentir la calidez de este. Abrió la palma de su mano para sentir por completo la palpitación y la humedad, mientras sus caderas se meneaban como esperando por alguien para ser tomadas.
Deseaba el contacto físico con otro cuerpo, sentir arder entre sus nalgas y manos otros genitales. Se recargó en el marco de la puerta y, colocándolo en medio de su bien proporcionado trasero, comenzó a restregarse. No podía dejar de gemir al sentir la dureza del metal y la suavidad de sus manos apretando sus senos y tomando por entero su sexo. Sus dedos iban de atrás para adelante y viceversa, hurgando su propia humedad, misma que recorría de apoco sus piernas.
Un fuerte gemido salió del fondo de su ser. Cayó de rodillas al suelo mientras trataba de controlar la respiración entrecortada. Las piernas y muslos le temblaban al tiempo que apretaban sus manos hacia la entrepierna.
Al separar las piernas largos ríos de fluidos escurrían por sus muslos llegando hasta el piso. Entre sus dedos, escurría como miel. Su lengua presurosa lamió cada palmo de los brazos, manos y dedos, recogiendo a cada lamida el sabor de su orgasmo. Cerró los ojos e imaginó que entre sus rodillas alguien se deleitaba con la escorrentía de sus extremidades y su sexo.
Relamía y mordía sus labios disfrutando de aquel momento tan excitante.
Cuando pudo hacer que sus piernas respondieran se puso de pie con una enorme sonrisa en el rostro y aún oliendo profundamente el aroma del placer en su piel. Encendió de nuevo un cigarrillo y cogió la taza de café que había colocado por algún lugar y bebió de ella, el café ya estaba demasiado frío, pero no importó pues su cuerpo aún permanecía caliente.
Posó su mirada hacia el horizonte y notó la silueta de una persona que, muy atenta, le observaba. Se sonrió, terminó de quitarse aquella bata blanca que aún le cubría y se introdujo en el viejo cuarto que habitaba.
Del otro lado, los ojos curiosos seguían cada movimiento de sus manos a través de los espacios que quedaban entre las flores y plantas del jardín. Aquella persona comenzaba también a sentir el calor de la excitación en su cuerpo y el deseo de correr hacia la vieja puerta donde el espectáculo se estaba llevando a cabo, tomar las caderas que no dejaban de contonearse y hundir su cara en esa entrepierna, que más que un sexo, parecía un mar de lujuria. Sabía que la desnudez de aquel cuerpo era una invitación para poseerlo.
Dentro del cuarto viejo, cada día era una fiesta de placer solitario. Al caer el atardecer, las manos inquietas buscaban sentir el calor de la piel excitada. Pero cada domingo, el espectáculo era trasladado a la puerta de la habitación. Era una cita no pactada con quien observada del otro lado del jardín.
Salía con su bata blanca, casi transparente que dejaba ver los pezones cafés y erectos y la taza de café humeante. El sólo pensar en los ojos que le miraban le provocaban impulsos de sensualidad desmedida.
Del otro lado, reinaba la confusión y la incertidumbre. Quería salir corriendo y poseer el cuerpo que provocaba su excitación, quería beber de ese sexo y morder de los senos desbordados que se dibujaban cada domingo a través de la lavanda y los rosa laureles. Imaginaba todas las posiciones en las que le cogería. En todas, la sumisión era la premisa. Deseaba explotar de pasión entre sus nalgas, lamerlas de arriba abajo.
Su lengua ansiaba sentir la erección de su sexo. Sentir el aliento en su nuca y que los gemidos dejaran de ser imágenes y se volvieran realidad en su oído.
Al paso de los días, todos los días se fueron volviendo domingos, los desencuentros fueron cada vez más frecuentes. La bata blanca dejó de ser necesaria, dejando al descubierto por completo el cuerpo que la sostenía. Del otro lado del jardín, la espera por el momento de placer era cada vez más inquietante. Ya fuera por la mañana o antes de caer el sol.
El deseo en ambos lados del jardín el deseo era imperante. Pero ambas sabían que un encuentro carnal terminaría con la pasión desmedida. Sabían que lo que más les excitaba era el misterio, las sombras dibujadas entre los ríos de sus entrepiernas, el imaginario que habían creado entre las dos. Decidieron, sin mediar palabra jamás juntar sus cuerpos.
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