#CrónicasAutónomasdelaSuburbanidad

Arnoldo Vidal*

Me levanté de mi asiento escolar después de mucho pensarlo y me dirigí al salón, sin maestro y por tanto, en pleno desmadre.

! Compañeros! – les dije con mi discurso de tipo marxista que ya conocían- hemos logrado varias cosas juntos estos tres años y somos banda. Qué les parece si hacemos nuestra propia planilla?

Así empezó el gesto autónomo de aquel grupo de 3oA, en la secundaria 229, al sur de la ciudad. Habíamos tenido varios logros trabajando en colectividad, logros claro, para nuestra edad, como ganar horas sin maestro por juntar un chingo de periódico para las finanzas de la escuela (que nunca se vieron); ganar los dos anteriores títulos en el basquetbol y volibol; tener las mejores calificaciones de la escuela y sobre todo, la mayor cantidad de reportes por mala conducta; es decir ganarnos la autoridad frente a los otros terceros que para ese momento nos odiaban y nos competían ferozmente.

Pero no era un grupo de ñoños de buenas calificaciones organizados… bueno, no sólo había ñoños. Había serios, estudiosos, burros, de todo, pero sobre todo éramos una pandilla de mujeres y hombres que nos gustaba el rock pesado: el Tri, los Rolling Stones, los Doors, etc., que la casualidad juntó en un salón y en una escuela con toda la cara de prisión, con sus celadores (los prefectos), los castigadores (los maestros) y las autoridades administradoras y represivas de la cárcel 229, la directora y el subdirector.

Ser rockero a finales de la década de los ochenta en México, vale recordarlo, significaba ser marginal, por tanto visto como delincuente. La represión que se había dado a los jóvenes desde el sesenta y ocho convirtió a toda expresión juvenil en subcultura. Una subcultura reprimida, muy diferente a los países de primer mundo, que pudieron desarrollar toda una cultura del rock.

A pesar del llamado Rock En español, una versión fresa y melódica del rock, en lo subterráneo del mundo juvenil, la propuesta “gruexxa” no podía sobresalir. Los intentos del blues, del rock “pesado’ y mucho menos el punk/ hardcore por resaltar eran inútiles. Así que era la oportunidad perfecta para ser un rebelde “crítico del sistema”.

Mi familia venía de ser de esos críticos: hippies, pandilleros del barrio de Pantitlan, donde la cumbia y el rock se mezclaban para hacer la imagen del chilango que batalla por el progreso económico y familiar. Crítica y rock eran casi sinónimos. Casi. Porque también había los nihilistas sin causa. En fin, a finales de los ochenta de un México reprimido solo faltaba un suceso para reventar todo. Eso pensábamos. Y aconteció la huelga estudiantil de la UNAM en 1986, las movilizaciones cardenistas contra el fraude electoral en 1988, el movimiento magisterial en 1989. Yo tuve mi propio movimiento… y mi primera decepción.

Desmadros@s y atrevid@s, tanto mujeres como hombres, que solíamos grafitear la escuela con nuestros nombres y nuestros grupos favoritos, decidimos por asamblea y sin maestro como tutor, hacerle un homenaje a Jimi Hendrix y ponerle a la planilla el color púrpura.

La planilla era ese ejercicio de elecciones que te obligan a hacer en las escuelas secundarias, para escoger a los representantes de alumnos frente a la dirección. Un cargo que era sólo un adorno y que siempre era ocupado por algunos chicos listos patrocinados por un maestro. Cada planilla tenía de tutor un profesor que dictaba lo que se ofrecería en la campaña y se le asignaba un color digamos común: rojo, azul, amarillo o verde. Se obligaba a cada salón de tercer grado a formar la suya, cosa que se hacía a regañadientes. Eso era la normalidad en esas elecciones. Y nosotr@s la rompimos, de cierta manera.

Nos asignaron como tutora a nuestra maestra de matemáticas que le valía un comino la política o las cuestiones sociales. Así que nos dejó hacer o más bien, ni se enteró.

Sin tutoría ni financiamiento, armamos nuestra propia propaganda, cosa un poco difícil por la cosa del color de la planilla, así que gastamos en plumones y crayones lo poco que pudimos sacar ya sea de nuestras pobres madres o de la venta de chácharas entre l@s compas.

A pesar de la inexperiencia nos fuimos “saloneando” ofreciendo nuestras propuestas que eran peticiones ante la pobreza de nuestra escuela: biblioteca con suficientes libros, equipo mejorado de laboratorios, entre otras cosas menores. Hasta ahí todo dentro de la normalidad. Pero a medida que saloneabamos se fueron incrementando las peticiones, sobre todo cuando aprovechábamos la ausencia de maestro en algún grupo para hablar libremente con los compañeros. Esto no lo hacíamos por conciencia, sino porque cuando había maestro en el grupo al que llegábamos a hablar (si es que no nos rechazaban por interrumpirles su clase) nos acotaban el tiempo y las palabras, pero sobre todo porque los alumnos tenían miedo de hablar.

-Cámara Cesar, vámonos! – se oía al Tavo decirle al Cesar para salir del salón del 3oA y aprovechando su estatura baja y velocidad, buscaban por toda la escuela un grupo sin maestro, siempre agachados y burlando al Prefecto para que no los viera. Eran ellos dos unos rockerillos no muy aptos para el estudio, con pantalones escolares ajustados (de tubo les decíamos) al típico estilo “panchito”*, que gustaban de bailar de a brinco el Tri y tomar alcohol los fines de semana.

Las nuevas propuestas incorporadas a nuestras demandas eran por ejemplo, la atención de casos de acoso por parte de maestros hacia las alumnas, materiales para talleres y por supuesto la desaparición del cuaderno de reportes de mala conducta manejada a discreción por los prefectos. No faltaron las demandas de mayor tiempo de descanso y fiestas de fin de curso en los salones. Cada saloneo terminaba en gritos de aprobación que los maestros de los grupos al lado en clases tenían que venirnos a callar.

Pronto la planilla Purpura se llenó de chiquillos de 1o y 2o grado, a diferencia de las demás, compuesta sólo por alumnos del 3o. Entre estos chiquillos, se integró una chica de cejas grandes que me gustaba mucho y que solía estar siempre a mi lado en los mítines, pronto ella empezó a hablar también. El Púrpura se hizo todo un movimiento.

Paula, nuestra representante, inteligente y crítica, y yo hablábamos en un principio ante los alumnos, pero poco a poco l@s demás compañeras de la planilla fueron tomando la palabra, que intercalábamos sin orden ni privilegios, tod@s al mismo nivel.

Las autoridades empezaron a regañarnos por el escándalo y a acompañarnos para reprimir la libre participación, al grado de tener que suspenderlos por la postura policial de los prefectos que no nos dejaban sol@s con l@s @lumn@s. Después de dos semanas de trabajo, de conocer mucha gente y de diversión (! como no), se realizaron las elecciones. Perdimos ante la planilla apoyada por la dirección, la Verde, de los aburridos y presumidos alumnos del 3oB.

Estábamos cansad@s, tristes y desesperad@s porque sabíamos que habíamos ganado y nos quitaron el triunfo. Claro, las autoridades fueron las que contaron los votos, sin un alumno que pudiera verificar. Había algo raro en el momento que el subdirector y maestra que apoyaba a la planilla Verde llegó a nuestro salón a pedirnos calma. No sabíamos cómo reaccionar, así que alguien se paró y grito:

-! Banda, por algo vienen, no tenemos que dejarnos! – El salón aprobó a gritos y empezamos a planear. Por supuesto nos fue a callar el prefecto, pero para entonces ya sabíamos que hacer.

Al día siguiente estaba una mayoría del 3oA y varios de otros grupos, incluyendo otros terceros, apostados frente a la dirección. El subdirector y otros administrativos y maestros salieron a decirnos que regresaramos al salón y a amenazarnos con reportes y suspensiones. Jovencitos sin experiencia, regresamos a clases. Pero nuestra rabia estaba ahí.

La pandillita del tercer grado, jóvenes rockers, desadaptados una buena parte, pero nada tont@s, nos reuníamos, desde el primer grado, en los pedregales llenos de hierba seca, frente a la escuela, antes de entrar en nuestro turno de la tarde. Solíamos conversar de rock, por supuesto, poner una grabadora (cuando alguien traía), organizar el desmadre, los partidos de bolibol y basquet, las fiestas y las peleas. Pero la tarde siguiente estábamos seri@s viendo hacia la escuela y sin tomar decisiones, a la hora de la entrada, nos paramos frente a las puertas y no dejamos entrar a nadie. En pocos minutos se nos unieron más alumn@s, sobre todo de los primeros y tercer grados. Algun@s nos subimos a las rejas que acordonan la escuela y gritamos ¡Púrpura! La directora salió eufórica de su oficina. Con zapatos de tacón alto y cabello color !verde! (de verdad), alta y gritona, empezó a amenazar de llamar a la policía, pero tod@s estaban alborotad@s, gritando y discutiendo. Algun@s maestr@s empezaron a apoyarnos y también empezaron a gritar. Maestros que dos años después serían protagonistas de la lucha magisterial y con quienes nos volveríamos a encontrar años después.

El subdirector entonces tomó la iniciativa, en el momento en que la directora se deshacía en coraje, diciendo que estaba dispuesto a dialogar. Prometió incluir nuestras propuestas y parte de nuestra planilla en el comité estudiantil, junto con la Verde. Le creímos y abrimos.

A la siguiente hora, el sub estaba en nuestro salón haciendo más promesas: salidas a campo, visitas a museos, encargados de bibliotecas con representantes de nuestro grupo, revisión de reportes, graduación con permiso de fiesta dentro del salón….

En las siguientes horas, mi mejor amigo y cómplice, Guillermo y yo, fuimos llamados a la oficina del prefecto. Nos ponían como los instigadores y nos suspenderían varios días. Estábamos en medio de un sermón larguísimo y amenazas cuando al prefecto lo mandaron llamar de dirección. Nos quedamos solos. Memo sin pensarlo y haciendo señas de vigilar, abrió los cajones del único escritorio. Varias veces lo habíamos visto abrirse por el prefecto para sacar el cuaderno de reportes por mala conducta y apuntarnos un reporte más. Esta vez lo abriamos nosotros y buscando el Memo lo sacó, lo acomodó entre la chazarilla y el pantalón suyo. El prefecto regresó con la orden de regresarnos al salón, quedábamos “libres” a exigencia del grupo y otras que pedían que nos exoneraran.

-Lo tenemos- me dijo el Memo triunfante. A la mañana siguiente nos vimos en su casa. Nosotros dos éramos los que más reportes teníamos. Él se quedó con todas las fotos de las mujeres que le gustaban, yo con el alivio de no ser suspendido o expulsado.

Las cosas se calmaron y todo lo que prometieron nada cumplieron salvo incluir a Paula en el comité estudiantil. A mi me eligieron para ser “maestro de ceremonias” en los lunes de honores a la bandera, donde solía echarme discursos muy socialistas de ese entonces, con el enojo de la directora y el sub, pero permitiéndomelo.

A la chica de las cejas grandes la seguí viendo ya saliendo de la secu, pero nunca me atreví a decirle algo de noviazgo. Al poco tiempo ella empezó a salir con uno de mis amigos que repitió el tercer grado mientras yo entraba al CCH.

Una dura decepción quedó en el grupo del 3oA y seguro en otr@s más. Una tarde de las últimas semanas del curso, nos encontrábamos toda la pandillita en las piedras frente a la escuela. Seri@s, enojad@s, salvo algunas compañeras que reían mientras fumaban. Alguien acercó el encendedor con el que acababa de prender su cigarro a la hierba seca junto a nosotr@s mientras l@s demás veíamos sin decir nada, en señal de aprobación. Tiempo de asequia y un viento de caricias fuertes, el fuego se extendió. Nos quitamos a prisa. El incendio llegó a la escuela provocando pánico. Mucha gente corría y el incendio iluminó el caos de las autoridades. Los bomberos llegaron. Nada que lamentar.

Por varios días buscaron al culpable de tal incendio, pero nadie dijo nada. Aquel día, como varios de esas últimas semanas, nosotr@s nos fuimos de pinta.

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