#CrónicasAutónomasenlasuburbanidad

Arnoldo Vidal

Odio, aún sigo odiando. Odiando a este mundo, este país, esta ciudad. He resistido a la tentación de largarme, de escapar, en un pequeño y último acto de autonomía: el suicidio. Pero aún sigo aquí. Y en esta profesión de odiante he vivido lo mejor de esta era, la Era de la Autonomía.

 

Diciembre primero del 2012, Enrique Peña Nieto llegaba a la presidencia por un fraude magnánimo, uno más del PRI (Partido Revolucionario Institucional), el de la dictadura perfecta. Había odio en las calles y los combates con la policía eran intensos, como no los había vivido desde hacía mucho tiempo. De hecho, solía soñar, despertando de tremendas pesadillas en años anteriores, en los que me había escapado de la grilla, de las politiquerías y luchas por el poder en los ambientes libertarios. Soñaba que me perseguían los cerdos granaderos por las calles, a punto de agarrarme sabiendo lo que vendría después. Me despertaba angustiado como quien sueña con fantasmas o familiares muertos.

Después de este día no volví a soñar más sobre ello. Estaba ahí, en medio de jóvenes que no reconocía, encapuchados, vestidos de negro, en la línea de enfrente. Atrás múltiple gente de todas las edades como deseando estar ahí, pero solo gritaban a la policía.

Se estaba volcando un trolebús a media calle del Eje Central esquina con 5 de mayo, en pleno centro de la ciudad. Yo llegué tarde a la cita en el palacio legislativo de San Lázaro y ya había caído Kuy de una bala de goma en la cabeza, pero alcancé la marcha hacia el Zócalo y habíamos llegado al punto prohibido por las autoridades.

La agresiva policía, preparada de antemano (si es que no es demasiado obvio) para ese día tan anunciado, cargó contra los jóvenes que se barricaban en el trolebús, quienes corrieron en desbandada caótica sin piedras de munición o donde atrincherarse. Corrieron hacia avenida Juárez, media cuadra de donde ocurrían las luchas cuerpo a cuerpo.

El paisaje era preciso para una estampa de la lucha urbana diaria de nuestro tiempo: un lujoso palacio de blanco marmoleado, una torre de 45 pisos representante de la modernidad del siglo XX, y varios edificios más, todos histéricos, es decir “históricos”, enmarcando una gran plaza donde diariamente es cruzada por los millones de suburbanos peatones.

La multitud juvenil corría hacia mí como si yo los hubiera llamado, pero corrían despavoridas del ataque policial.

Estacionado en la avenida Juárez y dejando el gran miedo de ver a la policía tan decidida a impedir la gran protesta, hice una seña con las manos, como aleteando los brazos y gritando que hasta aquí, donde me encontraba, se detuvieran: ” no den la espalda a la policía ” insistía.

Por suerte vari@s hicieron caso y voltearon haciéndose un frente alineado. La policía dudó y paró su persecución, reafirmando aquel presupuesto de que las fuerzas opresivas son más lentas cuando la población está más organizada.

Sin embargo pude observar cómo algunos jóvenes quedaban atrás, atrapados por el enjambre azul, dando golpes al aire mientras los cerdos los rodeaban. También observé como otros eran atrapados en las esquinas de las calles cuando se descuidaban, siendo jalados por policías vestidos de civil y secuestrados detrás de las líneas policiales.

Los de negro estaban preparados y decididos al combate y a romper las vallas de metal que impedían el paso hacia el Zócalo capitalino, hacia el Palacio Nacional, donde llegaría el espurio presidente.

Hubo otros que pudieron rodear rompiendo el cerco, tratando de hacer protestas pacíficas, pero no estaban preparados para la gran represión y sus afanes terminaron en torturas y denuncias jamás resueltas.

Había efervescencia de ira. Pero los jóvenes no peleaban por el fraude electoral, ni por el perdedor aspirante de izquierda. Peleaban por el hartazgo a esta vida, por la represión a muchos movimientos anteriores, a Atenco, a la comuna de Oaxaca, por su propia historia rebelde, porque en este maldito país de asesinatos e impunidad no había futuro, por el hastío al sistema, a las jerarquías, a décadas de pobreza, a las mentiras, al juego mediático. Peleaban porque los métodos pacifistas del movimiento “Yo soy 132” de ese año no habían dado resultado, un movimiento generado inusitadamente en una universidad privada (así estaba el grado de enojo) que pronto dejó su lucha por propuestas partidistas y mediáticas, su lugar fue tomado por las aguerridas universidades públicas y jóvenes de la calle. Era la hora de la violencia, la hora del odio.

-Compa, tapate- alguien que pasaba me advirtió refiriéndose a que me encontraba sin cubrirme de las cámaras policiales. De hecho no iba vestido de negro ni encapuchado. Llevaba un sombrero de paisano, playera café y pantalón de mezclilla, una bolsa tejida donde llevaba agua, alcohol y vendas. Pero yo, a mis 40 años, estaba en la línea de enfrente, arrojando piedras, molotov, calmando a asustados protestantes, preparando el ataque, sugiriendo a algunos jóvenes inexpertos que agitaban demasiado el frasco del coctel, malgastando la poca gasolina que se tenía.

Yo estaba ahí como experto en pequeñas rebeliones de los años anteriores, como veterano de crónicas autónomas de veinte años antes, los 90’s, historias que trazaron las rebeliones siguientes, bosquejo de rebeliones que los intelectuales de derecha y de izquierda no podían explicar y por tanto, fueron denostadas como infiltrados, delincuentes, pagados y con oscuros objetivos. Crónicas de asfalto con tintes de creatividad y acción directa.

Continuará…

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *