Alejandro Badillo
Los dos hombres frente al cristal miran los relámpagos en la tarde. Afuera, en el llano, erguido ante la desgracia, un árbol. Inmóvil viajero, su figura, en la planicie. Araña el cielo confuso, con sus ramas; el mundo.
—¿Cuánto falta?
—Unos minutos, no tarda en llegar.
Como caballería la primera lluvia contra la ventana. Las plantas del jardín reciben, también, las gotas. Un mosquito carga contra las paredes de un vaso. En la habitación un intenso aroma a manzanas podridas. Como humo se desparrama entre los hombres, los despabila. Una araña de desenreda y cuelga, como frágil trapecista, del mosquitero.
Habían estado en el pueblo, los hombres, en la mañana. Caminaron por calles empedradas. Pasaron resoplando por el parque. Como caballos viejos, su paso igual, su mismo trote. Por eso ahora sus sentidos, además de la ventana, acrecentados; pulsan como instrumentos, los adoloridos cuerpos.
—Mucha violencia, la del cielo —dice uno
—¿Y ella?—responde el otro.
—No tarda.
—¿Qué decimos?
—No sé… nada.
Después de la palabra, sonríe: trabajo suyo responder, todas las tardes, las inquietudes del otro. Ahora no.
En la ventana los rayos como raíces, como alocados demonios. Los hombres sienten la furia en el cuerpo, el caos, pero no les dan cauce, los someten. En el pueblo se sentaron en una banca. Como reflejos estuvieron un rato, repitiendo los gestos, el bostezo del otro. Se rascaron, iguales, las barbas. Miraron desfilar a las mujeres. Las desearon, las imaginaron desbordados ríos, maduros frutos. Ahora están tranquilos. El árbol en el llano, por el viento, se desmadeja. Los hombres siguen, al unísono, el movimiento. El bamboleo. Y el blanco de sus ojos estalla en la penumbra. Entre otras luces. Los hombres extienden las manos sobre las piernas. Las palmas abiertas, como implorando. Y el color del tabaco seco en las manos, en los mansos dedos.
Una mujer entra a la habitación. Su rostro moreno, a media oscuridad, gravita. El balanceo de su cuerpo, como el del agua. El de los barcos.
—Mirando la lluvia —les dice.
—También los relámpagos —refiere uno.
—Acércate —le dice el otro.
La mujer se aproxima. A pesar de la lluvia en el cuarto aún perdura el calor. Y cuando está más cerca, a la altura de las canas, siente una lenta fiebre que la rodea, como los coyotes que asedian la cabaña en las noches.
Inclina la cabeza para escuchar.
—En la noche insectos se meten entre las sábanas, nos pican — le dice.
La mujer levanta la cabeza. Ignora la queja. El hombre la sigue mirando. El otro también. Con esperanza en los ojos, los dos. Ella da unos pasos al frente. Pone una mano en los cristales. Serena interroga, en la transparencia, a la adolorida tarde. La araña, que rondaba en las cercanías, asciende hasta el techo, silenciosa espía. Su ascenso es triunfal, como el rey que acude a la corona.
Ríen los hombres. Las risas perduran como el olor de las dulces, densas manzanas. Y se extienden las locas, las largas carcajadas. La mujer se vuelve y los contempla. Sentados, muy juntos. De repente serios. Uno complemento de otro. Pero independientes en su soledad, en su desgracia.
***
En el pueblo, después de la banca, de las afrutadas mujeres, siguieron deambulando. Miraron balcones. Patearon piedras. Y pensaron que llovía, que iba a llover, que algún día llovería. Pero el polvo en el pueblo. Amarillo, como todo. Los perros, los asnos, las paredes. En una calle lateral espiaron largo rato, tras los cristales, como testarudos cuervos, la fraterna vida de una taberna. Algunos ebrios los saludaron. Pero los hombres siguieron su camino. Miraron el cielo. Los ojos, en su vuelo, formaban nubes.
***
Ahora, al otro lado de los cristales, el cielo no está limpio, como antes, en el pueblo. Desbordado ahora. Rebosante. Con violentas luces.
—Cambia el clima. Es voluble —apunta uno.
—Como los hombres.
—¿Nosotros?
—Quizás.
—El árbol sigue ahí, mira…
A un tiempo, enderezan el cuerpo. Los ojos se agrandan. Llenos de fervor en el solitario. La mujer recoge unos platos de la mesa. Las migajas. Después abre un armario y acomoda ropa. Los hombres, ensimismados en el paisaje, apenas parpadean. La lluvia cae fina. Casi imperceptible. Y más olor en ella. Olorosa toda. El árbol, tras los cristales, rompe el horizonte.
***
Después de mucho pensar entraron a una tienda. Por el movimiento de la puerta, un golpe de viento, unas campanillas sonaron. Frente a ellos un amplio mostrador. Atrás apilados botes de leche, veladoras, la sonrisa de un buda. Una intensa luz por la ventana, caía toda en el mostrador, se desparramaba. La incandescencia, sentían, los inundaba. Entrecerraron un instante los ojos. Luego, más abiertos, los llevaron a las botellas, a las cajas, a los repletos estantes. Escucharon pasos, una voz.
—¿Qué buscan? —dijo el comerciante.
—Queremos aspirinas —dijo uno
—En las noches nos duele mucho la cabeza —dijo el otro, adelantándose.
—No podemos seguir así —completó el primero.
Los dos ansiosos de la reacción del comerciante. Como chiquillos esperando validar una mentira, hacerla razonable.
El comerciante dejó las manos sobre el mostrador. Luego, las desguanzadas, las de uñas largas, fueron a la barriga. La nariz se ensanchó. Aspiró el tufo caliente de la tarde. Los hombres se percataron del diminuto movimiento. Y repulsión, sintieron, hacia todo: a la tienda, a las monedas, a las nerviosas y verdes moscas.
—Aquí no tengo aspirinas—les dijo con una oscura sonrisa. La oscurecida moría pero la cara, imberbe, conservaba intacto el gesto. Como burla, pensaron los hombres, la cara del comerciante. Sin embargo, aguardaron muy quietos, casi encogidos en sus gabanes.
El comerciante se abanicó el rostro. Los miró con detenimiento. Tres botellas vacías, verdosas, coronaban el declive de la luz. Y la luz como sumergida en el lugar, en el silencio.
—Vamos a mi casa, está a la vuelta, ahí les puedo vender una caja —les dijo.
***
Ya no llueve. El árbol está quieto. Vertical aún rompe el horizonte. Aún apunta a la espuma de la tarde. Alrededor ávidos pájaros. La mujer entra al cuarto. Lleva en una bandeja dos tazas. Humo brota, denso, en ellas. Olor a café entonces, en el largo vestido, en los cabellos, en los vivos senos.
—¿Cómo se han sentido? —les dice.
—¿Desde cuándo? —pregunta uno
—Desde que llegaron.
Los hombres, indecisos, permanecen en silencio. Después toman, al unísono, las tazas. Los ojos se asoman al líquido. Las manos abarcan, amorosas, la porcelana. El escalofrío. La mujer los mira. Crece el silencio, sale de ellos, los rodea. Ya ni los sorbos. De pronto los imagina demasiado débiles, sin peso, sin memoria. Meras siluetas. Como moldeados por la ambarina tarde, de cera. Comienza a hacer frío. El invierno.
***
Los hombres caminaron detrás del comerciante. Muy pegados a él, no perdían el paso. Sus sombras, único rastro, única huella en las paredes.
—No los había visto en el pueblo —les dijo el comerciante
—Somos de aquí, pero no salimos mucho —contestó apresurado uno.
—El calor, algunos meses, es terrible –dijo el otro.
El comerciante alentó sus pasos. En su mente quedó lo dicho por el hombre. La entonada voz. Lo miró de reojo buscando la esencia de la frase. Y con la frase la última palabra, su peso, lo que en labios del hombre convocaba.
—Ya llegamos —dijo.
Abrió la puerta. La casa, húmedo barco, caluroso. Los ojos de los hombres fueron a un reloj de pared, al martirio de un santo. La luz descubrió un sillón de terciopelo. Devastado, nubecitas de polvo sobre él. Las deshilachadas costuras dolorosas heridas parecían. Los hombres fruncieron la nariz. Intercambiaron miradas.
***
Inmóvil, la fronda del árbol, tras los cristales. A la distancia sumergida en las nubes. Los hombres miran el llano. Ya no hay incendio en las tazas. Apenas restos de café. La mujer mira las tazas un momento. Luego la charola. Los hombres juntan las manos.
—Falta poco para la noche —dice uno.
—Unos minutos, parece —responde el otro.
La mujer se lleva las tazas. Sale del cuarto. Afuera el mundo. Las gotas aún en los cristales. La luz en el horizonte, vacía, vaciándose.
—¿Ya no vuelve? —pregunta uno
—En unos minutos regresa —dice el otro sin quitar la mirada de las gotas. Algo encuentra en las temblorosas. Extiende la mano, pero la deja inmóvil, tanteando el aire, sin llegar a los cristales.
***
—Esperen aquí. Voy a buscar las aspirinas— dijo el comerciante
Los hombres se sentaron a un tiempo. Tocaron el terciopelo del sillón, con detenimiento, como si acariciaran la piel de un gato. Se movieron para comprobar sus rechinidos. La luz de la ventana, cruda, tras ellos, consumía sus espaldas. El comerciante subió las escaleras. La madera de los escalones, como la del sillón, rechinaba. Toda la casa, en realidad, lo hacía. Los hombres seguían atentos el recorrido; los morosos pasos arriba. Una puerta se abrió. Un cajón. Pájaros en la calle; siempre los perros. Los hombres se levantaron del sillón. El comerciante bajó las escaleras. Una vez más, por el peso, el rechinido. Y silbaba una canción. Llenaba con el silbido el silencio. Abajo, el desamparo de la sala, la estancia vacía.
—¿Dónde están? —alcanzó a decir.
El cuerpo, pronto, en el suelo. El golpe, su sonido, aún en el ámbito. Los hombres a un lado de él. Uno de ellos con un tubo en la mano. Repitió el ataque. Como pez sacado del agua, con estertores, el comerciante. El aire más denso. El calor. Y la luz, su marfil, en todo. Como la muerte. El comerciante pronto dejó de moverse. Y la viva sangre en las baldosas no se dispersaba. Junta, como vino oscuro, recién derramado.
Los hombres se sentaron en el comedor. Miraron curiosos al caído. Un animalillo era, con el cuerpo descompuesto, cazado a mansalva. Los rojos cabellos anegados. La mano aún sostenía, tiesa, las aspirinas. En la vitrina, única habitante, una botella de mezcal. Entre reflejos estaba. Uno de los hombres fue por ella. El otro, el del tubo, se secó el sudor de la cara. Miró aturdido al comerciante. Después se agachó, dejó el arma en el piso y tomó las aspirinas de la mano.
Como actores en escena, con movimientos calculados, se acomodaron de nuevo en las sillas. El mezcal, transparente, a la mitad de la mesa, refulgía. Le dedicaron intensas miradas.
—¿Tú primero?
—Mejor tú.
—Dame la caja.
Sacó una aspirina. La colocó sobre la yema del índice y la puso en la lengua. Luego alargó la mano al mezcal y le dio un trago. Enrojecido el rostro. Con infinitos ardores. Tosió un poco.
El mezcal, en la botella, de nuevo en reposo.
—Tu turno —dijo alargando la caja.
El otro sonrió. Sacó una pastilla. En vez de fugaz y rojo, su trago fue más lento, dolorido.
Estuvieron un rato en silencio. Detenidos en el tiempo. Concentrados en la estancia, remiraban las cosas: Después del inventario se levantaron de las sillas. En sus caras la expresión solemne, como la del muerto en el piso. Caminaron alrededor del cuerpo. Con las manos en los bolsillos. Encorvados. Una vuelta más.
—Es hora de regresar —dijo, al fin, uno.
***
La mujer llena de nuevo, con sus pasos, la habitación. Se mueve, lenta en la penumbra. Guarda su distancia. Pero su oleaje, cerca de los hombres, los toca. Los cristales apenas reflejan sus ojos: la roja tinta de los labios se desvanece. Mira el árbol. Más inclinado, en el crepúsculo, después de la emboscada. Las vencidas ramas. Como si de ellas colgaran imaginarios frutos. Nada más allá. Ni ladridos, ni luces. Sólo la luna cayendo, poco a poco turbia, encendiendo el horizonte.
—Ya es tarde —murmura, tras ellos.
Los hombres vuelven la cabeza al mismo tiempo. Miran a la mujer de espaldas, el cuerpo medio hundido el armario. Las pálidas manos, al principio muertas, ahora vivas, indagando en los cajones.
—¿Qué buscas? —le dice uno.
—Un encendedor y una vela.
—¿Se acabó la luz?
—Desde que ustedes llegaron –dice la mujer.
Descubierta por el resplandor, coloreada la cara por el fuego, la mujer sostiene una vela. Los hombres, maravillados, también descubiertos. El azul de la llama, irregular, entre las manos de la mujer, como brotando. Un poco de humo en los cabellos, mientras lleva la vela al candelero. La mujer prende, poco a poco, las demás. Después, sonríe. Las paredes amarillas. El techo, un cielo diminuto, las estrellas.
—Al menos, para estos días —suspira, después de la tarea — ¿qué opinan?
Los hombres, embebidos con su fragmento de cielo, con las intermitentes sombras, murmuran:
—Estamos mejor así, alumbrados.
—Mientras pasa la noche.
—¿Pero el desamparo? —alcanza a decir uno.
La mujer mira la calma de los lagos, de los cuervos, en sus ojos.
—No existe — dice.
Después se acerca y les besa las mejillas.
—Para ustedes no.
Los hombres elevan la mirada a sus cabellos. En ellos, lúcidos, se encuentran. La miran cuando da vuelta. Cuando la sombra del vestido, fugaz, dejada por su vuelo. La mujer se dirige al armario. Hunde de nuevo el cuerpo. La espalda se inclina. En balance el torso. Los hombres, atentos, tranquilos como gatos. El temor de insectos, quizás, en el olvido. Entrecierran los ojos. Se levantan de las sillas. Más vivos sus reflejos, por las velas, en los cristales. Las gotas.
***
Salieron del pueblo. Enfilaron por un sendero empinado. La incertidumbre del cielo; sus primeras gotas. Iban los dos, encogidos en sus gabanes, doloridos. Se tocaron las cabezas. Pronto, a la distancia, un árbol. A unos metros, una cabaña. Apresuraron el paso. En las ventanas, pequeña como juguete, la mujer. Por la luz, muy blanca. Tocaron la puerta. Pidieron aspirinas y dos vasos con agua. Afuera, las nubes, violento rebaño. La silueta del árbol, agitada a lo lejos, parecía la de una bestia nerviosa, a punto de entrar en la noche.