Por Judith Sandoval
Ahora que tan de moda está hablar de una negritud que no todos tenemos, me parece que es cuando hay que hablar también de las mujeres que, si bien en su sangre no hay una raíz afrodescendiente, si llevaron y llevan en su cuerpo y memoria la historia de una colonización y mestizaje. Su color de piel no es el moreno, prieto, negro, pero su historia, al igual que el de miles de mujeres colonizadas sigue siendo igual de digna para contarse.
No es orgullo reconocer que los rasgos físicos de mi abuela fueran herencia de uno de los miles de vascos que llegaron a asentarse a diversos municipios del estado de Durango después de la “fundación” de la ciudad por parte de Francisco de Ibarra en el año de 1513 y que formaba parte de la Nueva Vizcaya, pues fueron principalmente vizcaínos quienes exploraron esa parte del norte de México. El apellido de mi abuela, Vizcarra, es de origen vasco y es uno de los que aún prevalecen en la comunidad vasca radicada en Durango. Mi abuela fue una de tantas hijas que nacieron como resultado de la colonización no sólo de las tierras de territorio norteño, sino de los cuerpos de las mujeres que en ellas habitaron.
Nunca reparé en el nombre que ha llevado toda su existencia, ese que desde pequeña aprendí a pronunciar cuando algo me aquejaba estando en la casa del pueblo en la que tan bellos recuerdos de mi infancia tengo.
Librada le nombraron desde su nacimiento cierto día de agosto. Nació en uno de los lugares más hermosos de Durango, el paraíso en medio de un estado que se le conoce por su desierto, su calor y los alacranes que lo habitan. Topia se llama el municipio y Rentería el pueblo que la vio nacer. Ese lugar lo conozco desde los recuerdos de mi abuela Librada, mamá Librada para la mayoría de sus nietos que, como yo, crecimos caminando de su mano rumbo a la tienda o alrededor de una mesa que lo mismo albergaba lágrimas como mascotas debajo de ella. Mi abuela nos contaba que cerca de su rancho corría un río maravilloso, que su infancia la pasó entre árboles frutales y mujeres a su alrededor. La imagino pequeña de estatura, pero con unas alas tan grandes para volar sobre esos paisajes y guardarlos en su memoria. Sus ojos verde azules se le iluminaban cada vez que evocaba esos recuerdos tan maravillosos de lo que fuera su vida antes de casada. Según entiendo creció al lado de sus hermanas, de las cuales sólo recuerdo a Maura, una viejecita tan tierna como lo fue mi abuelita.
Mamá Librada salió de su pueblo a una edad muy corta, apenas atravesaba la adolescencia. Eran tiempos de profesores rurales que poco duraban en cada comunidad. Tiempos en los que las mujeres no decidían con quién hacer vida. No dudo que mi abuelo quedará deslumbrado desde el primer momento con la hermosura de aquella joven de piel blanca y ojos del color del mar.
Librada, lo que recuerdo de ella, era una mujer de una fortaleza admirable, madre de quince hijos, “todos viven” decía con orgullo, abuela de más de cincuenta nietos. Ella fue el sostén de la casa que habitó junto con mi abuelo Everardo en un pueblo llamado Nicolás Bravo, perteneciente al municipio de Canatlán. Fue ahí donde se asentaron y formaron la gran familia donde nació mi padre.
La recuerdo con un andar pausado, como calculando cada paso que daba. Una señora de estatura bajita, pero con un corazón que le brotaba de los ojos y la sonrisa. Un amor enorme por cada ser vivo con quien compartió su vida. En su mandil cargaba los sueños de todas las mujeres de casa y, además, dulces para sus nietas y nietos. Bastaba con acercarme y meter la mano a su bolsillo para encontrar paletas de colores con una estampita pegada para endulzarme la vida. Los dulces eran parte del mandado que día a día surtía en la tienda más grande del pueblo.
A lo largo de los años las historias narradas de boca en boca por parte de quienes la conocieron de joven cuentan que fue una mujer que nunca se quejó de nada, que parió a sus hijos e hijas en la sala de la casa o cuando tenía suerte, alguna vecina corría a ayudarle a parir. Mientras paría, había otro niño que necesitaba de su atención. De alguna manera, los hijos aprendieron a valerse por sí mismos a corta edad pues era imposible que ella estuviera disponible para todos y aún para las exigencias de su esposo, quien cuando menos lo esperaba, tomaba al o la recién nacida para llevarle a registrarle y al regresar a casa sólo avisaba que nombre le había puesto: Gerardo, Concepción, Victoria, Gloria, Guadalupe, Everardo (mi padre), América, Teresa, Ezequiel, Fidel, Socorro, Yolanda, Gilberto, Leticia, Rodrigo
Mi abuela que llevaba por nombre Librada nunca estuvo librada del yugo de los hijos y de mi abuelo que, acorde a la época, para él no era más que la mujer que debía mantener en orden la casa. Mi abuela nunca se quejó de ello. Encontró la manera de sobrellevar lo que fuera su vida, el dolor, la desesperación, el cansancio, con una frase que hasta la fecha me retumba en la cabeza: “esta es la cruz que me tocó cargar”. Una cruz que para ella era pequeña en comparación a lo que otras mujeres vivían cada día. Para una mujer de su época, confiar en un ser superior fue una salvación de cierta forma. Ahora, en esta actualidad, resulta fácil juzgar su devoción y “el aguante” que tuvo durante toda su vida. Mi abuela sólo estaba sobreviviendo para ayudarnos a vivir a quiénes nos resguardábamos bajo su delantal a fin de evitar el regaño de nuestras madres y padres.
El dolor de alma, para mi Mamá Librada, nunca fue un motivo para detenerse a llorar. La recuerdo frente a la estufa guisando frijoles en un gran sartén de peltre mientras se limpiaba las lágrimas con su mandil. Recuerdo las gotas que caían de sus ojos en el vaso de canela de caliente que servía a mi abuelo cuando las noches de verano nos sentábamos, mis primas y yo, alrededor de la gran mesa de madera mientras afuera la lluvia formaba grandes charcos en los que luego salíamos a jugar.
Ella, la mujer que siempre me ha parecido una de las mujeres más fuertes que he conocido en mi vida y con quien tuve la fortuna de vivir parte de los más bellos momentos de mi existir, me enseñó que la tristeza se siente en la panza y que lo mejor es acompañarla con un té de canela calientito, un plato de frijoles con tornachiles y tortillas tostadas.
Una se va construyendo con las vivencias y los recuerdos de quienes nos acompañan en el proceso de aprendizaje de vida y aún a mis 31 casi 32 años, los frijoles y la canela caliente es un aliciente en los momentos oscuros, aunque la memoria me traiciona y olvido que con tan poco ella logro tanto en mí. Quisiera escuchar de nuevo su voz diciéndome “ándele Güerita, vengase a cenar, el estómago no tiene la culpa” cuando notaba tristeza en mí.
Ella, que con sus manos y sus dedos pequeños tantas y tantas veces nos cocinó la comida de vigilia más deliciosa del mundo. Eran un festín las vacaciones de semana santa para sacar del escondrijo los cajetes enormes de barro. Sabía perfectamente que comida le gustaba a cada uno de sus hijas e hijos y se daba a la tarea de cocinar como si de alimentar a todo el planeta se tratará. Nunca he vuelto a encontrar una capirotada tan deliciosa como la que ella preparaba y que apenas anunciaba que ya estaba lista, el cajete quedaba reluciendo de limpio. Y bueno, las tortitas de camarón sólo las iguala mi madre, una gran mujer que también tiene una historia de vida que merece ser contada. Era en estas fechas cuando ella y sus nueras, prendían el cocedor de barro. Mi abuela daba vueltas y vueltas del cocedor a la cocina llevando y trayendo las carteras de los botes de cuatro hojas con los maizcrudos, las gorditas y el pan. Siempre con su mandil, siempre con sus tenis y las cintas a medio amarrar. Esos días los aprovechaba para platicar con las esposas de sus hijos, escuchaba sus quejas, a veces se reía, a veces sólo callaba, la mayoría de las veces sólo decía “En el cielo hay una silla sin ocupar para la mujer que no se arrepienta de su matrimonio”. Creo que muchas preferían ceder su lugar.
Ella, Librada, que nos alimentó a sus hijos, hijas, nietos, nietas, no sólo con comida sino con su mirada y su amor incondicional; la mujer de su lento andar que, en diciembre, cuando el frío se volvía insoportable y el viento soplaba haciendo remolino en medio del patio, salía a acomodar a sus gallinas bajo aquel gran árbol que cubría parte del corral, abrigada con un gorro rojo que le cubrían su cabello canoso. La mujer que parió a mi padre, tal vez sola y en algún cuarto de la casa que ahora nadie habita, más que el fantasma de sus pequeños pies andando. La que tantas veces nos acompañó a mis primas y a mí en la plática hasta la madrugada contándonos historias maravillosas o dándonos consejos para no sufrir por amor. Ella que lleva/llevaba por nombre Librada, nunca se libró de sufrir, pero siempre su lucha fue porque las mujeres que parió y que llevábamos el legado de su sufrimiento nos pudiéramos librar del dolor que ella vivió.
Ella, mi Mamá Librada, fue, es y será uno de los pilares que me sostienen. Se marchó cuando yo estaba embarazada de mi hija, se marchó justo el día de mi cumpleaños. Antes de morir me dijo que fuera feliz, que la criará con amor, que no cargará con más cruces.
Después de su muerte, mi abuelo se atrevió a abrir un baúl lleno de tesoros que pocos conocían. Entre todas las cosas salió una foto de mi Mamá Librada, jamás he visto mujer más hermosa de joven y aún más de viejecita, con su cabello totalmente cubierto de canas, sus párpados caídos resguardando los ojos verdeazules más bellos que jamás veré.
Mi abuela me sigue acompañando en los momentos difíciles, me visita en mis sueños, me da la tranquilidad y la paz que necesito en los momentos en los que siento que ya no puedo mantenerme en esta vida. Ella, aún lejos de este plano terrenal, me sigue librando de las cruces para que ya no las cargue más.
Mientras intento escribir un poco sobre su vida, quisiera poder regresar el tiempo y grabarme cada una de sus palabras, que nada se quedara en el viento, volver a mirarme en sus ojos pequeños y vidriosos, tomarla de la mano una vez más y sentir la suavidad que tantas veces me acaricio. Aprender de sus pasos por el mundo que fue construyendo entre lágrimas y risas. Mientras que escribo esto, siento su abrazo cálido que tantas veces me cobijó
Mi abuela nació bajo el signo de virgo, como yo. Siempre tuvo la preocupación por el cuidado de las personas que le rodearon, así esto significara entregar su vida a ello.
Mi mamá Librada nunca pudo volar más allá de lo que le permitía procurar los cuidados de su familia, pero fue libre de construir la libertad para mí y todas las mujeres que la recordamos como la mujer maravillosa y amorosa que fue y que en mi corazón y memoria sigue siendo.