*Malena Biangardi

El término «locura» está manchado por una serie de prejuicios y preconceptos que hacen de esa palabra una condena para la persona que se encuentra padeciendo algún tipo de conflicto mental. Como si todo el común de la gente no tuviera conductas tóxicas que lo alejan del sentido de lo saludable.

Este término es utilizado para discriminar a personas que necesitan de cierto dispositivo como el psicofármaco para llevar una vida más equilibrada. «Loco» sería aquel que no tiene sus cabales en orden, que no cumple con la norma establecida, y como necesita ayuda médica se lo crucifica en esta categoría que produce espanto en personas que han tenido la suerte de no necesitarla.

¿Cuántas personas no consumen psicofármacos ni han estado internadas, pero tienen conductas tóxicas y producen daños en las personas que les rodean? ¿Cuántos cerebros libres de psicotrópicos son enfermos con constancia y no están etiquetados en esta categoría, que pareciera ser fatal para cierto sector de la sociedad?

No hay que tener miedo a estar loco, porque en verdad todos somos sanos o enfermos en algún momento de nuestra vida. Nadie se encuentra exento de toxinas, todos hemos hecho daño o nos han dañado.

Con la palabra «locura» se ha designado y marginalizado a personas que han tenido padecimientos mentales, y muchas de ellas fueron personas brillantes. Michel Foucault estuvo internado en una institución psiquiátrica y eso no le imposibilitó luego desarrollar su obra y vivir con una calidad de vida más estable. Grandes pintores fueron delirantes y son las personas que más legados han dejado en este mundo que quiere condenarlos en esta categoría tan controversial.

«Loco» es aquel que no cumple con la norma, que es tan inteligente que construye otras realidades con su mente. «Loco» es aquel que no calla sus ideas y que se mantiene por el mundo de la forma que le han enseñado. «Loco» es aquel al que el sistema le tiene miedo, porque puede cuestionar sus maneras de funcionar, porque devela que todos somos diversos y atenta contra la homogeneización de la que intentan hacernos parte. Por eso suelen ser las personas más geniales y manejan niveles de intensidad muy altos. Tanto que a veces sus mentes les juegan malas pasadas.

No hay que temerle a una persona a quien han forzado a entrar en esa categoría, porque sin ellos hoy el mundo seria aún más adverso.

Ludovic y el color rosa

En 1997, el director Alain Berliner estrenaba su película Mi vida en rosa. Un drama que gira en torno al personaje de Ludovic, un niño que se piensa así mismo como una niña. No comprende, si él se siente de ese modo, por qué tiene el cuerpo de un varón, razón que hará que la historia nos muestre todas las explicaciones que el niñe inventa sobre por qué habita un cuerpo que no siente como propio.

Los padres del pequeño lo reprimen al descubrir que sucede algo con otro niño, cuando ven que ambos juegan a que contraen matrimonio, mientras Ludovic viste un vestido y se encuentra a punto de besar a un varón. Esto genera un gran escándalo dentro de la familia y a Ludovic se le prohíbe relacionarse con aquel otro niñe. Los giros de la trama hacen que dentro del vecindario se descubra la «trasgresión» del pequeño, razón que hace que la familia se mude a otro barrio.

Mi vida en rosa es la historia que atraviesan muchas personas. ¿Logramos comprender las personas cis el sufrimiento que conlleva ser portador de un sexo ajeno? ¿Podemos sentir en carne propia lo que es habitar un cuerpo que nuestra psiquis no reconoce como propio?

Son muchos los interrogantes que pueden hacerse sobre la transexualidad, porque podemos empatizar sobre el conflicto social que conlleva, pero la realidad es que los cuerpos cis no podemos llegar a dimensionar el sufrimiento de ser condenado por no concordar con el cuerpo designado al nacer.

La película de Berliner nos muestra cómo el protagonista inventa teorías y busca explicaciones de cómo se cometió un error al haber nacido en cuerpo de varón. Nos hace reflexionar sobre cómo se construye el género, contextualizado en un entramado cultural y no como algo dado dentro del orden de lo biológico.

El protagonista es castigado por sus padres por querer usar vestidos y arreglarse, tal y como se le permite a una niña. Sobre la figura del varón pesa una serie de prejuicios y condenas sobre lo que debe hacer y lo que lo convierte en un «marica». El hombre crece junto a una serie de exigencias en torno a su virilidad y en cómo debe comportarse o relacionarse con las mujeres.

La madre de Ludovic lo castiga y reprende, mientras lo trata como si fuese le vergüenza de la familia. Sin embargo, una persona que encuentra su género o que descubre su sexualidad nada la va a detener para realizarse. Ningún castigo o restricción iba a hacer que Ludovic se comportara como un niño y sacrificara su propia libertad. No hay represión que pueda con el deseo sexual o el reconocimiento dentro de un género en este mundo binario.

Nos inculcan que determinados comportamientos son de una dama, que tales actividades son para los caballeros, quienes no deben llevar puesto vestidos, no como Ludovic que con alegría elige sus prendas rosadas que tanta devoción le provocan.

Una persona que no entra dentro de esta lógica binaria suele ser discriminada, burlada y castigada por la sociedad de la que forma parte. La cultura dominante buscará reprimirle sus impulsos carnales de ser él mismo, y aún si eso implica los espantos sociales que produce un hombre vestido con pollera y guillerminas, nada detendrá a quien elige seguir su propio deseo.

Ninguna mujer cis es más femenina ni más auténtica que una mujer transexual, que tiene que luchar para ser reconocida como tal. Ningún hombre trans merece una violación por no cumplir con los estándares sociales que nos han impuesto ¿Cuántas injusticias más hay que tolerar por soportar a un sector retrógrada que se manifiesta con odio ante cualquier transformación cultural que acontece? ¿Cuántos y cuántas Ludovic luchan, desde los brazos maternos, para poder ser felices con el cuerpo en el que nacieron?

Les niñes merecen crecer con libres posibilidades para elegir el propio camino que como adultos continuarán y hacer caso omiso de los mandatos que les intenta imponer el resto de la sociedad.

El final

Hace un tiempo quise retomar la película emblemática La sociedad de los poetas muertos. Su argumento refleja un clima de época, en este caso la prohibición del deseo como temática principal y, a su vez, las relaciones de corte verticalistas.

Neil tenía en claro que no quería convertirse en médico y anhelaba formarse como artista. Tener conciencia de lo que queremos y saber cómo buscarlo es más difícil de lo que se cree. Salirse de los mandatos familiares y los grandes mandatos culturales es un trabajo psíquico que no todos tienen la valentía de afrontar. Porque una vez que aparece con claridad no hay nada que pueda detenerte para lograr conseguirlo. Así como en la película, el protagonista prefiere la muerte antes que cumplir con el mandato paterno, y todas sus exigencias que hoy nos parecen ridículas, atravesar la vida como otra persona ni siquiera vale la pena vivirla.

Así fue como terminé, una vez más, sintiendo cierta identificación con dicho personaje, cuya vida dependía de formarse como actor y demostrar su potencial al mundo. El final injusto de la película refleja cómo en algunas familias el mandato paterno es tan fuerte y violento que hasta podría ocurrir una tragedia con tal de no ser cumplido. Y se podrían pensar finales alternativos en donde Neil se escapa de su hogar con el objetivo de formarse como actor y no volver a tener contacto con su familia, o si de verdad terminara en una escuela militar, pero lograra escaparse e irse con ayuda de sus amigos a otra ciudad, etc. Pero la película tiene el final más trágico que podía tener que es un adolescente, lleno de sueños e ideales, muerto.

Las sociedades serían muy diferentes si sus miembros pudieran lograr alcanzar y reconocer lo que en el fondo desean. Ya que ésta es la fuerza que como humanos nos impulsa, desde el acto más pequeño hasta el más grande, y nos realiza en este trayecto sin sentido que llamamos vida. Esto sería ser más como Neil, y quedarnos con su fuerza, con su impulso de satisfacer su deseo. Lo que nos moviliza, y parece nunca llegar, con el fin de disfrutar el trayecto de poder, aunque sea, rozarlo con los dedos.

 

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