Judith Sandoval*

Por afuera lucía como como una de las tantas vecindades en las que vivió durante su época de estudiante en ese lugar llamado “El gallo” en Texcoco.

Se alegró de estar ahí una vez más, aunque ahora llevaba un bebé  en sus brazos. Días antes había acordado encontrarse con quien había sido su primer amor. Esta vez sería diferente, ya no se verían para disfrutar de travesuras de adolescentes enamorados, sino para reconocerse en una nueva etapa de sus vidas. Daniel acababa de comprometerse con su novia y Sofía ya era madre, soltera pero al fin madre.

Ella llegó primero a esa pensión, le asignaron la habitación con el número 67. Estaba casi junto con la entrada del edificio color naranja, que ya había perdido su brillo con el paso de los años.

Al entrar lo primero que hizo fue colocar a su pequeña hija en la cama, pensó en acostarse pero aún era muy temprano. La luz del día aún brillaba. La imagen de ese atardecer le trajo bellos recuerdos de su etapa Chapinguera. Desde la ventana del cuarto 67 observaba los campos de cultivo que rodeaban aquel lugar, el sol estaba cayendo y sentió el estómago revolotear de emociones. Desde ahí vio cuando Daniel estacionó su coche rojo, bajó y abrió la puerta de su acompañante disponiéndose a entrar. Para no perder detalle del momento, Sofía se aproximó a la puerta de la habitación.

-Buenas noches Tía- decía él a quien cuidaba la puerta. Su voz no era muy diferente a como Sofía la recordaba. Su aspecto había cambiado, sin duda. Ahora era robusto, su cabello ya no estaba desaliñado y su forma de vestir era más formal que casual. A su acompañante no la reconoció de otros tiempos, seguramente la había conocido en alguno de los lugares que por motivos de trabajo él había visitado.

Les asignaron la habitación 69, justo frente a la habitación que ya ocupaban Sofía y su hija.

Al escuchar que se aproximaban, ella rápidamente entró a la habitación y cerró lentamente la puerta para evitar hacer ruido, en primer lugar para no despertar a su pequeña cría y segundo para no hacer notar su emoción.

Esa tarde/noche fue imposible que ellos tuvieran ese encuentro tan esperado, por lo menos para ella. Una de las reglas de esa pensión y de muchas más, era que nadie salía de su habitación después de las 22:00 h, esta regla era irrompible. Bajo ninguna circunstancia se permitía andar rondando después de esa hora. Daniel apenas alcanzó a llegar y salir al coche un par de veces por su equipaje antes de que las puertas de la pensión se cerrarán.

Sin más por hacer, Sofía se vistió de pijama, alimentó a su hija, encendió la televisión y sin darse cuenta quedó profundamente dormida. En el tiempo que logró dormir escuchaba a lo lejos ruidos y voces extrañas, pero la pesadez de su sueño le impedía abrir los ojos. De pronto, como si hubiera recibido un golpe, despertó. Miró a su lado para cerciorarse que su hija estuviera durmiendo, la notó inquieta y cuando se disponía a levantarse para cargarla, miró hacia enfrente. Sintió el miedo recorriendo por su cuerpo, se paralizó por completo. Sus pequeños ojos se fueron abriendo poco a poco en un intento de enfocar mejor la visión en medio de la oscuridad. La lucha constante de ese momento por saber si era realidad o sólo un horrible sueño terminó cuando comprobó que esa era su horrible realidad.

Justo enfrente de su cama estaban esos seres extraños, eran como sacados de un mundo de demonios a los que les sobresalían, entre las sombras, unos enormes y largos brazos con los que se enlazaban entre ellos al tiempo que danzaban alrededor de la cama. Una pequeña luz entraba por algún lugar del oscuro cuarto, lo que le permitía distinguir, o por lo menos intentarlo, la naturaleza de esos seros que no paraban de danzar. Detrás de ellos, en la puerta, se posó una mujer que con una voz grave y fuerte gritó: -¡Que se haga la luz!

Ahí estaban los demonios de todos los tamaños, colores y formas, saltando, gritando, aplaudiendo a los otros que en el centro del círculo sostenían una orgía. Se les podía ver con sus largos sexos penetrándose unos a otros, como si de eso dependiera su sobrevivencia. Aquella mujer, que realmente no sabía si era mujer, pero que Sofía concluyó que sí por el tono de voz, caminaba lentamente hacia la cama, atravesando el círculo, al tiempo que se iba despojando de su vestido color sangre. Los demonios la tomaron entre todos, la hicieron parte de esa escalofriante orgia. Unos le colocaban sus órganos viriles en la boca, otros más la penetraban por cualquier parte del cuerpo que se los permitiera. Parecía que Sofía estaba presenciando la ceremonia de la concepción diabólica. Estaba aterrorizada con el espectáculo que frente a ella se presentaba. Su cuerpo seguía sin poder reaccionar como respuesta al miedo que le recorría. El terror y el temor que sentía la paralizaron hasta el momento en que sintió unos largos y helados dedos recorriendo su vientre que crecía con una rapidez tal que parecía que terminaría por reventar. En ese momento comprendió lo que estaba sucediendo, ella sería la encargada de parir el producto de la horrorosa orgía.

Buscó a su hija en el espacio de cama que quedaba solo a su lado, al no encontrarla, volteó hacia lo alto de la habitación y ahí estaba, la pequeña dormía en una jaula que colgaba del techo. Nunca en su vida había sentido tanto temor y asco.

La sensación de horrible de un ser extraño creciendo en su vientre provocó un grito tan estruendoso que hizo vibrar los vidrios ventanales. Al instante Daniel se paró en la puerta de la habitación 67. Volvía a ser aquel adolescente flacucho y despeinado. Estaba totalmente desnudo, sobresalían los huesos de sus rodillas. Se apresuró a sacar al bebé de la jaula en la que dormía y la llevó hasta el exterior del cuarto donde se la entregó a su compañera. Se acercó a Sofía y susurrándole al oído, le dijo:

-“lo siento, nada puedo hacer por ti. A veces nos toca pagar por nuestros errores, mi pago es no poder salvarte”-

Ella no podía más, en cuanto Daniel desapareció, una enorme explosión se produjo en su vientre expulsando a un ser despreciable. Su aspecto tenía una mezcla de animales, en su boca se asomaban unos pequeños colmillos afilados. De pronto, ese ser amorfo se prendió de sus pezones succionando con tanta fuerza que el dolor hizo que Sofía perdiera el conocimiento.

Cuando despertó estaba tirada en el piso sobre algo que se semejaba una placenta enorme. Estaba totalmente desnuda y sola en ese oscuro cuarto. Buscó a tientas algo que le sirviera para cubrir su cuerpo y salió a gatas de la habitación. Afuera, la noche aún no terminaba. Caminó lentamente por el pasillo buscando a su hija. Cada habitación que veía daba muestras de que ese lugar era un infierno. Pisos llenos de sangre, hombres y mujeres colgados de las paredes de los cuartos siendo ultrajados por multitudes. La sangre escurría por cada rincón y cada pared.

Daniel había dejado un mensaje para ella escrito con sangre sobre una pequeña pared.-“Te veo donde siempre”- se alcanzaba a leer. No recordaba donde era “donde siempre” pero no había tiempo de detenerse a recordar. Ahora tenía que esconderse hasta el amanecer.

Apenas sintió un poco el calor de la luz del sol, salió de su escondite. Observó a su alrededor, no había señales de lo ocurrido la noche anterior que recién terminaba.

Al cruzar por la puerta del edificio, la portera le saludó como si la  noche anterior hubiese sido de fiesta: -“Buenos días, mijita. ¿Cómo te amaneció? Espero que hayas pasado buena noche. –“Buenos días, Tía”- respondió Sofía desconcertada de la reacción de aquella anciana. Nadie de ese lugar sabía nada de la escalofriante noche. El edificio color naranja, aviejado por el paso del tiempo, lucia tan normal como siempre.

Más cansada que nunca, caminó hacia los ahuehuetes, ese era el “donde siempre” que su primer amor le había indicado con su propia sangre, o por lo menos ella tenía la esperanza que así fuera. Atravesó toda la Av. Del Gallo, cruzó todo el pueblo de Boyeros hasta llegar a los ahuehuetes. Se acercaba a cada árbol esperando ver el coche rojo. Iba perdiendo la esperanza de poder volver a ver su hija. Su desesperación aumentó cuando al pasar por una casa, el anciano sentado a la orilla de la banqueta le dijo: -“No olvides guardarte a las ocho de la noche, esta vez no tendrás suerte”-. El plazo de tiempo se iba acortando a cada paso y la consternación aumentaba. Agotada de andar y del dolor de todo el cuerpo, se sentó sobre una piedra un momento a descansar. Sintió una felicidad y alivio enorme cuando vio que Rufis, una caribe roja que había sido cómplice y compañera de las aventuras de amor de aquel par de adolescentes enamorados, se acercaba a gran velocidad. En el asiento del copiloto podía ver un objeto que parecía un asiento para bebés. De un brinco se puso de pie y alzó los brazos para que Daniel la viera. Rufis se detuvo. Sofía  se acercó a la ventanilla del conductor. En ese instante su cara se desencajó, de su garganta salió un grito de terror que acallaron los cantos de los grillos y las chicharras. No se vio nunca más ni a Sofía, ni a Daniel ni a Rufis. Por arte de magia, de esa magía que estremece, todos desaparecieron entre los ahuehuetes.

El anciano, levantándose de su asiento para refugiarse en su casa y observando su reloj de bolsillo al tiempo que movía la cabeza a modo de negación, exclamo con tono de lamento: -“Se lo advertí, otra más”. Al abrir la puerta de su casa, en el sillón pequeño, estaba la pequeña hija de aquella mujer que jamás se le volvió a ver.

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