*Agustín Cadena

A René Téllez, compañero sobreviviente de aquella luchas.

Junto con Rubén Salazar Mallén, José Luis Ontiveros es el único escritor maldito que ha dado la literatura mexicana. Al decir escritor maldito no me refiero a aquel que recrea la decadencia para complacerse en ella y cuya vanidad se satisface en un inocuo “espantar al burgués”, como en su momento lo fueron José Juan Tablada y Efrén Rebolledo, por ejemplo. Me refiero a otra clase de ser: al que se opone activa y articuladamente al sentido del decoro intelectual de su época, al dinamitador de las construcciones ideológicas sobre las cuales los círculos letrados organizan sus tertulias, al que es capaz de moverse con el mazo de sus palabras en la casa de cristal de lo políticamente correcto.

Ciertamente, el escritor maldito no es un enfant terrible, sino una inteligencia lúcida que ha asumido como responsabilidad histórica la tarea de escribir a contracorriente. Es un rebelde de tiempo completo, un anarca en el sentido jüngeriano.

Ernst Jünger, uno de los grandes escritores y pensadores del siglo XX, dio forma al Anarca como una de las cuatro figuras axiales de su obra, junto con el Soldado, el Trabajador y el Emboscado. En relación con el Anarca, lo diferencia claramente del anarquista. De hecho lo propone como su contraparte. El anarquista es gregario: requiere de la acción colectiva, necesita camaradas o correligionarios, y considera la acción violenta como su vía y su derecho; se guía por ideas y está contra la ley. El anarca, en cambio, es un ser que puede vivir y actuar en soledad, un lobo estepario. Percibe cualquier forma de asociación colectiva como una carga para su sentido de la libertad. Es ante todo un hombre libre. Por eso no reconoce ninguna utopía, ninguna ideología, ningún compromiso. No tiene como objetivo la sustitución de un régimen por otro y no está ni a favor ni en contra de la ley: se adapta a ella a su manera.

Desde esta perspectiva debe entenderse la obra de José Luis Ontiveros, que desde luego fue un gran conocedor de la de Jünger. Su libro de ensayos Apología de la barbarie ofrece una interpretación lúcida de tres autores radicales: el mismo Jünger, Yukio Mishima y Ezra Pound. Además, Ontiveros se encuentra incluido en la antología publicada en España, Jünger: tras la guerra y la paz. Toda su obra, sea narrativa, ensayística, poética o periodística se mantiene afín a esta convicción; es un proyecto creativo, como el autor mismo lo afirmó, sostenido en un sentido de la exigencia y del deber absoluto; es decir, el deber que no está sujeto a los resultados de las acciones que demanda. Quizás esta actitud radical alcance a explicar por qué tantos intelectuales de los últimos años del siglo XX y los primero del XXI hicieron lo posible por silenciarlo o, por lo menos, minimizar la importancia de su pensamiento.

En efecto, en una entrevista que le hice para el suplemento Sábado de Uno más Uno, en 1995, el maestro declaró: “En la literatura mexicana se presenta un tipo de ruptura que yo encarno, en cuanto que no correspondo ni al establecimiento de la derecha ni al de la izquierda en el sentido de la formación intelectual. Yo diría que represento una posición transgresiva, inconformista, que puede ser muy diabolizada y que por eso mismo también puede ser muy atractiva. Siento que de alguna manera me sobrepuse a la influencia del medio en un actitud de reacción creativa, de violencia espiritual creadora.”

Gilles Lipovetsky, el gran crítico de la conducta de masas en la época posindustrial, escribió: “Hemos pasado de una civilización del deber a una cultura del bienestar subjetivo, de la recreación y el sexo: es la cultura del self-love la que nos rige”. En este estado de cosas, en esta extrema subjetivización general —moral subjetiva, derecho subjetivo, perversión subjetiva— los sistemas de regulación de la conducta interior se ven descoyuntados. El hombre se divide dentro de sí mismo, pierde su centro y por lo tanto su poder viril. La unidad solar de Tonatiuh se eclipsa en la fragmentación de Coyolxauhqui. Y cuando este estado de cosas se convierte en la idea social de lo deseable, sólo el escritor maldito, el anarca, puede sacudir la conciencia y ofrecerle un espejo en el cual pueda ver su propia carcoma.

Este orden superior —el de la abnegación de sí mismo, el sacrificio y los valores que pueden llamarse originales desde el momento en que se apoyan en un para sí y en un deber incondicional— es lo que la cultura del self-love y del self-interest ha podrido. Naturalmente, el culto de la acción aparece estigmatizado como un resabio de barbarie, considerado peligroso y proscrito. Éste ha sido el destino de forajidos como Nietzsche, Céline, Kipling, Ezra Pound, Mishima, Jünger y, en México, el de Rubén Salazar Mallén y el de José Luis Ontiveros.

Ensayista, novelista, cuentista, poeta, periodista, crítico, Ontiveros desarrolló como muy pocos una obra orgánica, construida con base en una poética definida, inequívoca. La acción como contraparte mishimiana de la escritura, el culto del hombre extraordinario, el desprecio por la masa, el horror ante lo orgánico y amorfo en contraste con el mundo mineral de las formas puras e incorruptibles, el sentido del canto como lenguaje de la caballería, la dualidad de lo sagrado y lo profano, el valor del símbolo: éstas son las herramientas con las cuales el anarca José Luis Ontiveros fraguó su escritura. Por eso hay poder en ella. Por eso participa de la plegaria, del himno.

Su último publicado —único poema de largo aliento que llegó a concluir— , El canto y la gangrena, se presenta como una síntesis apretadísima de los postulados que conformaron su poética. Se trata de una obra compleja: una alegoría apocalíptica de la confrontación final entre la sangre y el oro, entre el príncipe y el mercader. Aunque está escrito en verso libre, los epígrafes tomados del Sagrado Corán y de Ezra Pound nos hacen comprender desde el principio su filiación con el poema religioso y la epopeya. Se encuentra dividido en cinco cantos —el cinco es el número asociado al planeta Marte—, de los cuales los últimos se proponen como una homenaje a las nueve musas de la tradición helénica. Es de notar que las musas no son aquí elementos decorativos, como lo eran en la poesía modernista, sino que juegan un papel semejante al de Beatrice en la Divina Comedia. Son la guía y el camino, la clave de la ascesis que el trovador caballeresco ha de seguir a fin de recuperar el poder luminoso de la escritura. Es por ello que el poema comienza con el dictamen de Il miglior fabbro: “Angosto es el camino hacia las musas”.

Ninguna época ha sido tan hostil como ésta al impulso heróico o prometéico. Al impulso poético. La acción como vía ha sido deslegitimada en aras del nuevo orden de conciliación y hedonismo universales, y el poeta ya no es más que un proveedor de productos verbales. El otro, el que escribe todavía para ganar el favor de las musas, el que es capaz de causar temor entre quienes oyen su canto en las plazas, queda como una última manifestación de lo luciferino en medio del mundo desacralizado. Es como si el fantasma de un antiguo aheda pregonase su epopeya por los pasillos de un shopping center. Nadie lo oye, nadie se detiene. Para los transeúntes no es más que un mendigo charlatán que quiere vender la felicidad cuando todos saben —lo han leído en libros comprados en restaurantes que la felicidad está dentro de uno. Si alguien no piensa así seguramente es un amargado, un elemento de disfunción en el maravilloso engranaje de la nueva sociedad liberal, consumista y globalizada.

En la entrevista ya referida que le hice en 1995, Ontiveros profundizó en esto: “A mí se me ubica como un valor estético, estrictamente estético-literario y metapolítico, lo cual resulta muy anómalo, es cierto, respecto a lo que se acostumbra escribir en el trillado repertorio costumbrista y sociológico, que es al que tiende una parte importante de mi generación. Es un tipo de literatura light donde no hay propósitos estéticos. Al contrario, yo diría que mi literatura exige una concepción difícil del quehacer literario, a contracorriente de todo ese tipo de literatura bombón, chewing gum. Y en ese sentido es una revuelta desde una posición artística contra el mundo de la trivialización y banalización de la existencia, que es la subliteratura del consumo mercadotécnico. […] Lo que busco es devolver a la literatura su función original. Y esta función es la del sentido propio de la revelación profética, en donde el escritor no es más que un medio de las fuerzas de lo alto, no del inconsciente ni del humus ni de las represiones del paleofreudianismo, sino de una presencia activa del númen, del daimon, del yin, del Espíritu Santo, del ángel de la guarda en la literatura, que es el que te dirige y se manifiesta; yo creo que en ese sentido profundo la literatura es la recuperación del sentido del mito, de la religión y de lo sagrado en un mundo deslizable, posmoderno, superficial y sin arraigo ni convicciones, un mundo donde dominan el placer indomado y la muerte del espíritu.”

José Luis Ontiveros dejó su cuerpo físico el 27 de mayo de 2015. Algunos intelectuales mexicanos hablaron de hacerle un homenaje público; por supuesto, era de dientes para afuera. Nunca se le hizo. Sirva este texto como un pequeño abono a la deuda que tenemos con él.

Crédito de la imagen: Juan Manuel Garayalde

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