*Luiz López

Hace poco pude ver la ópera prima de Cristopher Nolan, Following, donde cuenta la historia de un joven escritor que pasa por el ya tan conocido lugar común de la “hoja en blanco”, ese que tanto aterra y sirve de pretexto para procrastinar horas, días, semanas, meses, años, vidas. Pero volviendo a la trama, el protagonista decide comenzar a seguir a personas para recrear personajes, establece reglas que transgrede, una de ellas es jamás involucrarse con nadie, algo que tampoco ocurre, y conoce a un ladrón londinense que se mete a husmear a las casas para conocer a las personas con tan sólo observar los objetos que las rodean.

Al terminar la película una de las primeras cosas que uno se pregunta es ¿qué le pasó a Nolan?, considerando que Tenet es una producción muy costosa, dura más de dos horas y nunca se termina por entender qué quiso decir. Following por su parte muestra una estructura que, si bien no es clásica, resulta menos pretenciosa y termina por atar todos los cabos; donde la caracterización de sus personajes permite entender sus necesidades emocionales y hacia dónde pretenden llegar; con una producción mínima logra mostrar en setenta minutos algo que podemos formular como el fetiche de la memoria.

Los objetos como ese no-lugar que habitamos desde la memoria, acopio de recuerdos, recuerdos que evocan sentimientos, sentimientos que traducen emociones, emociones que provocan acciones, omisiones, silencios y palabras. En suma, los objetos como espejos de nosotrxs mismxs que nos permiten recordar quiénes fuimos, quiénes somos y quiénes queremos ser.

Y a veces, esas emociones que giran en la cabeza, la panza y el corazón, son como piedras arrojadas a nuestros propios reflejos, provocando con ello una imagen rota, que es propia y a la vez ajena. Imágenes quiméricas que nos llevan a otra paradoja, a saber, hacer de la rutina habitual algo extraordinario, una invitación a sumergirnos aún más en esos pedazos rotos, sabiendo que en el viaje habrá heridas y dolores, hasta lograr atravesar esas imágenes para rehacernos de nuevo, con más cicatrices, sí, pero, quizás, con menos desengaños propios y ajenos. Y sólo tal vez, de ese espejo roto, de ese reflejo que cuestiona y de esas imágenes que interpelan, resulte algo más nítido para hundirnos en nuestros interiores más oscuros, hasta bajar a la profunda base sólida donde anida nuestra conciencia, esa misma que nos permita emerger de nuevo con el paso del tiempo, quizás con la misma forma, pero con otras experiencias y, lo más seguro, con más cicatrices.

Nuestra conciencia como los objetos están ahí, pero por ellos han pasado los años y nuestros ojos al verlos, nuestras manos al tomarlos, nuestra nariz y nuestro gusto al olerlos, los oídos al escucharlos y nombrarlos, tampoco son los mismos, con el paso del tiempo cambia la percepción que teníamos hacia ellos, ¿cambiará la de ellos hacia nosotros?, lo que en su momento representó felicidad o tristeza, puede ser ahora melancolía o vergüenza (y viceversa) cuando se sumergen en el tiempo y salen a flote de nuevo. La decisión de deshacernos de ellos depende, creo yo, de lo que queramos o no recordar, de lo que nuestras ansias de documentar y explicar en nuestro presente le permitan filtrar a nuestros momentos pasados más oscuros.

 

¿Cómo entonces reparar eso que está roto? ¿De qué manera habitamos nuestras cicatrices sin que eso implique traicionar nuestros deseos y principios? Valga el lugar común para lo que sigue, porque estoy convencido de que hay tantas maneras de enmendar algo, como heridas y derrotas.

En el oriente del mundo, en el lejano Japón, existe una tradición milenaria que nombran Kintsugi, que en español se puede traducir como carpintería de oro, dicha expresión consiste en reparar objetos rotos con oro en polvo y pegamento, con ello se resaltan los lugares rotos, las huellas del tiempo que marcan una pausa en la vida de ellos, revestidos así de una genuina existencia. Esas marcas resultan ser tan o más importantes que la forma original, porque de ahí resurgen relatos e historias en el marco de lo real, pero siempre rodeadas de la ficción de las palabras que proyectan las emociones para realzar distintos momentos y quizás alcanzar la categoría de leyendas.

Se trasgrede así la forma “original” para llegar a un punto auténtico y honesto, al no buscar ocultar nuestros errores, defectos y derrotas, los llevamos muy pegados al cuerpo para no rompernos, para no desecharnos, para no descartarnos en la posibilidad de emerger de las aguas de un río que a veces nos ahoga, que en ratos nos es placentero, pero siempre con la certeza de salir y poder comenzar de nuevo.

En mi persona, he encontrado en la escritura, en el arte y en particular en el cine, ese pegamento que me ayude a rehacer los retazos de una historia que es personal y colectiva, intentando ir más allá de los bordes de lo real, para con los personajes, traspasar los límites que quizás en mi realidad no ficcionada me es imposible atravesar.

Quizás por eso amamos y odiamos tanto a los personajes a los que nos acercamos, no por creación propia, sino porque ya están ahí, a salto de mata en nuestras vidas cotidianas y se neceista tan sólo un pretexto para descubrirnos y permitir que ellos nos descubran, con sus luces y sus sombras que también son las nuestras, por ello quizás la escritura debe alejarse de visiones rosas, moralizantes y correctas, y aceptar la invitación a seguirnos para encontrarlos y encontrarnos, en un acto no de redención, sino de libertad propia y colectiva.

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