Rocío Franco López
Creo que el video en el que se escucha a Jaqueline gritar cuando la golpea su pareja me causó mucha conmoción porque pienso en qué fue lo que grité yo cuando mi expareja me golpeó.
Pienso en que si yo hubiese sido grabada, ¿qué hubiera sido lo que se escucharía de mí? ¿Qué se podría interpretar acerca de mis palabras o de las de él? ¿Qué historia vergonzosamente guardada podrían escuchar los otros?
Lo que recuerdo es que no grité, pero no lo sé en realidad. Habíamos estado discutiendo por una nadería, lo que ya era una situación habitual. La diferencia que tengo con Jaqueline es que yo nunca le tuve miedo. Aunque sí, en las últimas dos semanas habíamos tenido un par de episodios que debieron anticiparme los golpes.
Era miércoles, el 30 de mayo de 2007. Eran cerca de las 23 horas, habíamos discutido casi todo el día, por teléfono, y más tarde cara a cara. Dijo una vez más lo que siempre decía: “Estoy harto y me voy a largar, no sé por qué sigo contigo” (luego de ocho años de relación, y un hijo que en ese momento tenía un año y cinco meses). Eso para mí era tremendo. Lo decía en cada discusión. Era la amenaza constante de algo que no terminaba. Era el estrés permanente de algo que seguía. Al fin esa noche me harté, y luego de que dijo eso, le dije: “Pues de una vez hazlo y deja de amenazarme, no haces falta en mi vida” (o algo semejante). Y luego tomé un mueblecillo en el que él solía acomodar sus CDs, lo empujé con fuerza y los discos volaron por todas partes.
Enseguida me dirigí a la otra habitación y tomé a mi hijo, que no había comido en todo el día (el motivo de la discusión, es otra historia muy larga de explicar).
Él se precia de ser un melómano, así que hacerle daño a sus discos fue la gota que derramó el vaso. Me siguió a la otra habitación y justo en el momento en que yo levantaba al bebé en brazos, sentí su corpulencia viniendo hacia mí (es un hombre que mide 1.85 y pesa unos 90 kilos). Esquivé un puñetazo dirigido a mi pómulo derecho, aunque sí me alcanzó un poco, enseguida pensé “¡el niño!”, y entonces me hice un nudo sobre el niño que tenía en brazos y le di la espalda; lo siguiente fue tomarme del cabello mientras me pateaba en las nalgas, en la parte superior de los muslos, y algunos puñetazos que me cayeron en la parte superior de la espalda.
Yo sólo pensaba en que tenía al bebé en brazos y que él podía hacerle daño porque estaba en descontrol total. Luego de los golpes yo estaba tremendamente confundida. Pensaba “cómo llegamos a esto”. No sé decir ahora si me dolieron los golpes, la anestesia de la confusión fue más poderosa. No grité. Volteé de frente a él, que bufaba en medio de la habitación con los puños aún cerrados mientras me gritaba algo como: “Eres una hija de la chingada, con mis discos no te metas, pendeja”. Yo sólo abrazaba al bebé, y creo que tenía los ojos inmensamente abiertos, lo veía con sorpresa, “quién eres”, pensaba. No lloré. Ni una lágrima. No grité. Pensaba que si decía algo más, él me golpearía de nuevo.
Luego de unos minutos en que ambos respiramos un poco, sólo atiné a decirle: “Necesito que te vayas ahora, no voy a arriesgarme a dormir contigo aquí, en el mismo espacio, en la misma cama”.
Él siguió gritando: “No me voy a ir y hazle como quieras”. Le dije que llamaría a una patrulla, y comenzaba a sentir cómo lo poco que me había alcanzado del puñetazo se hinchaba en mi cara. Retomé aire y le dije: “Vete ahora, y dame las llaves de MI departamento, porque yo pago la renta hace un año” (otras circunstancias que son otras tantas historias).
“No me voy a ir. Lárgate tú si quieres”, gritaba mientras intentaba recoger algunos discos y veía que algunos se habían roto. Dije: “Yo no tengo adónde ir en esta ciudad (Cdmx) a esta hora de la noche. Tú puedes aún tomar el pesero y llegar a casa de tu madre, así que vete. No voy a dormir contigo aquí, pensando que me volverás a golpear. ¿Te das cuenta de que me has golpeado? Dame las llaves y vete. Llamaré a la patrulla”.
“No me voy a ir, hazle como quieras, ésta es mi casa y puedo hacer lo que yo quiera. Y si te golpeé es porque tú me provocas, es tu culpa que hayamos llegado a esto”.
Salí entonces del departamento aún cargando al bebé, fue ahí, unos pasos afuera del departamento, que pude ver al bebé, lo que vi en su cara me dejó conmocionada. Hasta la fecha me preguntó si así tan pequeño se daba cuenta del episodio. Su cara era de total espanto. No lloraba, sólo tenía sus inmensos ojos, inmensamente abiertos. Fue entonces que comencé a temblar, subí la escalera hacia el segundo piso, toqué la puerta del departamento de arriba, salió mi arrendadora y cuando vio mi cara preguntó qué había pasado.
Mi arrendadora era una mujer con una familia bien cimentada. Con su esposo tenían cuatro o cinco hijos, y eran una familia hasta donde recuerdo cariñosa y ordenada. No sé qué cara tenía yo, ignoro cómo me veía. Pero supongo que no bien, porque la señora puso cara de espanto.
“¿Qué te pasó?”. Respondí: “JC me acaba de golpear, no sé qué hacer, no quiero dormir allá abajo con él, quiero que se vaya, pero no quiere, por favor, ayúdeme a llamar a una patrulla”.
El esposo salió detrás. Me vio con la misma cara. Me pasó rápidamente a un sillón, me dio un vaso de agua. Volvió a preguntar, volví a responder abrazando al bebé. Al fin dijo: “¿Qué quieres hacer?”. Respondí: “Quiero que se vaya, no dormiré allí, pensando que quizá me vuelva a golpear. Llame a una patrulla para que lo saque, por favor”. El señor veía a su esposa, con un gesto más bien triste. Luego de unos minutos me dijo:
“Mira, estas cosas son muy difíciles. ¿De verdad quieres que llame a una patrulla? Piénsalo, se lo van a llevar, quizá, y quizá mañana tú ya pienses otra cosa y quieras arreglarte con él, y será peor el problema que tienen. Te daré unos minutos, piensa bien, ¿qué quieres hacer? Otra cosa que puedo hacer es bajar a hablar con él, para que se vaya y puedas dormir en paz con tu hijo. Tienes razón, yo tampoco permitiré que duermas allí. En todo caso bajo a hablar con él, y si no se quiere ir, ahora te acomodamos en el cuarto de uno de los niños. Pero tú eres quien decide”.
Bebí del agua. Lo pensé. Sí quería que se lo llevara una patrulla. Pero también estaba muy confundida y asombrada de lo que había pasado. En mi cabeza sólo había: “Me golpeó, de verdad lo hizo. Rocío, ¡JC te golpeó! ¿Por qué?”.
“No lo quiero ahí, dígale que se vaya y si no se va, llame a una patrulla. Y que le dé las llaves, no me voy a arriesgar a que regrese”.
El señor le dijo a su esposa que me cuidara, que revisara si físicamente yo y el bebé estábamos bien, mientras bajaba.
Se tardó un rato. No sé cuánto. Quizá cuarenta minutos. Al fin subió, entró y me puso las llaves en la mano. “Ya se fue. Dijo que iría a casa de su mamá, y que te llamaba después. Se fue muy enojado, hasta me amenazó, pero se fue. ¿Te quieres quedar aquí o quieres bajar a tu departamento?”
Dije que quería bajar. Cuando supe que se había ido sentí un alivio, pero ahora también sentía vergüenza, mucha. Estaba golpeada y había tenido que salir a pedir ayuda de madrugada, con el bebé en brazos, para colmo, había tenido que pedir la ayuda de quienes me arrendaban, qué dirían ahora de mí, qué pensarían de JC y de mí. ¿Y si decidíamos seguir rentando allí? De seguro me pedirían el departamento, porque ellos eran una familia bonita, no les gustaban los problemas.
¿Qué pensaban ahora de mí? ¿Que me dejaba golpear? ¿Qué me gustaba que me trataran así? ¿Qué pensarían de JC? Es que él no era malo, sólo que hacía mucho tiempo no estaba bien, hacía ya un rato que se había estado hundiendo no sé en qué fango. Yo lo conocía bien, y sabía que JC no era así, yo que tanto lo había querido sabía que él no podía golpearme, pero… ¿lo conocía bien? ¿No era capaz de golpearme? ¡Rocío, te acaba de golpear! Y lo hizo sin importarle que tuvieras al bebé en brazos. Se atrevió a pedirte que te fueras con todo y bebé, sin importarle que eran pasadas de las 12 de la noche, sin importarle que no tenías adónde ir. ¿Rocío, quién es JC?
Bajé y me encerré en el departamento. Puse al bebé sobre la cama, hasta ese momento me di cuenta de que sólo llevaba el mameluco y no tenía ni una frazada encima y que quizá se enfermaría. El bebé comenzó al fin a balbucear y a moverse como todos los bebés. Recordé que no había comido, comencé a preparar una papilla y un biberón. Intenté darle de comer de nuevo, y de nuevo no quiso. Insistí e insistí, no quería nada.
(Dylan pasó varios meses con una seria dificultad para comer. Cuando dejó el pecho, porque él lo dejó porque quiso, y comencé con la ablactación, él no quería comer nada. Luego tampoco quería leche ni fórmula ni pecho, nada. Había tardes en que yo las pasaba preparando diversas papillas, y sólo conseguía que comiera un par de cucharadas, un par de sorbos de fórmula vitaminada, un par de tragos de agua o de té, y era todo. Así que llegó a segundo grado de desnutrición y comenzó a flotar sobre mí la amenaza del médico de denunciarme por malos cuidados. Por supuesto este tema era en verdad desesperante para mí. Más tarde, cuando ya estábamos lejos de JC, él comenzó a comer. Comprendí entonces que Dylan no comía porque resentía de una forma emocional muy cercana todo el conflicto que había entre su padre y yo).
Otra vez el bebé no quería comer. Ese día sólo había comido un pequeño trozo de plátano machacado y la cuarta parte de un biberón de agua. Otra vez no quería comer. Le di un poco de té en la mamila y al fin la aceptó. Fue entonces cuando comencé a llorar. Abracé al bebé en la cama, le hablé de muchas cosas, le decía: “Bebé, come, te lo suplico. Mira que te vas a enfermar. Ya estás bien flaquito, te me vas a morir (mi miedo de que Dylan se me muriera era bien real), bebé, come. No te entiendo, bebé, por qué no quieres comer. ¿No te da hambre? ¿No te gusta lo que te hago? Dylan, amorcito, qué hago contigo. ¿Por qué no comes, bebé? Perdóname, encima de que no comes y te traigo para acá y para allá todos los días, ahora tienes que pasar por esto. Perdóname, bebé. Te juro, que no vas a ver esto de nuevo. No quiero volver a ver la cara que tenías hace rato. Lo juro”.
Fue así como nos quedamos dormidos, Dylan y yo, abrazados. Pero esa noche no dormí bien. Dormí de manera intermitente, despertaba a cada rato a verificar que Dylan aún respiraba. Me recuerdo en mitad de la madrugada, sentada en la cama, mirando el lío del departamento: discos tirados por todas partes, la mesa llena de platitos con papillas diversas, biberones con leche agria. Y mi profundo cansancio. Me acurrucaba de nuevo en la cama e intentaba dormir, pero despertaba poco más tarde.
Cuando vi que eran algo como las siete de la mañana decidí que no tenía caso seguir acostada. Ordené algo del tiradero. Y sin pensarlo mucho comencé a separar ropa del bebé y mía, busqué un par de mochilas. Empaqué lo necesario: pañales, champú, leche, biberones, ropa interior mía, etcétera.
Mientras hacía todo eso pensaba y pensaba. Qué pasó anoche. Cómo llegué a esto. Cómo permití que JC me golpeara. ¿Es que acaso “uno lo permite”? No. Él me golpeó porque quiso. Él me golpeó porque hacía mucho tiempo que no desahogaba sus miles de frustraciones y tenía que explotar por algún lado. Él me golpeó.
No lloré nunca. Estoy llorando ahora, 14 años después, mientras lo escribo. En medio de una jaqueca y un dolor corporal terrible, terminé de hacer las maletas, terminé de ordenar el departamento. Bañé al bebé. Me bañé yo. Intenté darle de comer, y esta vez sí aceptó comer un poco, lo cual me hizo muy feliz, en medio de toda mi confusión física y mental. Subí al departamento de arriba, le di instrucciones a mi arrendadora de no dejar entrar a JC. Le dije que a fin de cuentas era yo quien pagaba la renta, así que era MI departamento y era yo quien decidía. Le dije que unos días después la llamaría. Ella preguntó si ya sabía lo que iba a hacer: “Piénsalo bien. Es muy feo lo que pasó anoche entre ustedes. Yo no soy quien para decirte lo que debes hacer, pero yo no me quedaría con él. Te buscará y te pedirá que sigan, pero te volverá a golpear. Yo te apoyo en lo que pueda, pero si te digo que si regresas con él, mejor buscas otro departamento. Tú has visto que en esta casa se vive bien y en paz, y no quiero que ese orden se altere. ¿Necesitas dinero, dependes de él? Piensa bien en lo que vas a decidir”.
Le respondí que no quería estar más con él. Que habíamos pasado ya por demasiadas cosas, yo ya no quería esa relación. Y no, nunca dependí de él económicamente. Le dije que la llamaría unos días después para avisarle de mis resoluciones.
Eran casi las once de la mañana del jueves 31 de mayo de 2007 cuando cerré la ventana, tomé a Dylan, un par de mochilas, las llaves, el móvil, cerré con llave el departamento, y regresé a Toluca, a casa de mi madre.
Pasaron muchísimas cosas aún con JC. Pasaron otras tantas con mi familia cuando me decidí a contar que él me había golpeado, pero que hacía mucho me insultaba, me gritaba, me amenazaba. Hacía mucho que teníamos una relación muy triste y horrible. Pasaron otras tantas cosas buenas en mi vida que me señalaban el camino, que me decían a cada rato: “lo estás haciendo bien”.
Ese día decidí que nunca más nadie volvería a golpearme, ese día decidí que no quería más una relación con JC, ese día decidí que yo no necesitaba de nadie más para hacer mi vida, ese día decidí que jamás volvería a ver el terror en la cara de mi hijo, ese día decidí que quería tener una vida buena, llena de alegría, de risas, de música, y de belleza para compartirla con mi hijo. Ese día decidí.
Sé que no todas podemos decidir. Sé que no todas tenemos los recursos para ponernos a resguardo. No todas tenemos cerca a personas que nos escuchen y nos crean. No todas tenemos familias que nos respaldan. Pero sé bien, que si tienes la fuerza para aguantar que alguien te golpeé así, si tienes la fuerza para soportar cuando tu corazón se rompe ante el primer insulto, si tienes la fuerza para defender a tus hijos de todo, también tienes la fuerza para salir de ahí y ser feliz. Lo sé porque lo hice. Sé que todas podemos, porque no estamos solas, porque tenemos la fuerza de todas nuestras ancestras que han tejido y alimentado al mundo, porque siempre podrás decirle a otra mujer, “abrázame, ayúdame”.
Lo sé porque amo a mi madre, y amo a Trinidad, y amo a Jazmín, y amo a Lydiette, y amo a Paola, y amo a Alina, y amo a Marylin, y amo a Mago, y amo a Soledad, y amo a Scarlett, y amo a Eduvina, y amo a Petra, y amo a la otra Alina, y amo a Selene, y amo a muchas amigas más, y amo profundamente lo que soy ahora: Rocío te amo. Y amo a Delfina.
PD: Dylan ahora tiene 15 años, sigue siendo flaco flaco, mide 1.78 m, pero come como si su padre fuera Pantagruel, y sí, somos muy felices.
PD2: Hasta la fecha JC dice que me golpeó porque yo me lo busqué, y me culpa de haberlo abandonado.
PD2: Jaqueline quisiera abrazarte.
Rocío Franco López. Editora, poeta y reseñista. Egresada de la primera generación de la escuela de escritores de la SOGEM, Estado de México. Durante 24 años se ha desempeñado como editora en proyectos impresos del sector público (Instituto Mexiquense de Cultura, Programa Editorial del Gobierno de la República, SEP, INAH y FCE) y del privado (Pearson, Larousse, Patria, Planeta, El Sur. Periódico de Guerrero, y otros). Fue alumna del poeta jalisciense Guillermo Fernández en el taller de poesía “Joel Piedra”. Ha colaborado en Radio Mexiquense y como reseñista de música y literatura en las revistas digitales Este País y en Los Cínicos. Revista de puro cinismo. El sello independiente Diablura Ediciones le publicó el poemario no sé andar en bicicleta (2014), y está incluida en las antologías Últimos coros para la tierra prometida (FOEM, 2014) y Detrás de las puertas, un libro colectivo sobre testimonios de la pandemia (UAEMex, 2021).