Marco A. Rodríguez.

Ese día Marlén prefirió los tenis que usaba para reportear las tierras yermas de la capital y también el overol azul que Óscar le regaló en mayo pasado, mes de su aniversario. Llevaban ya más de una década casados pero la relación nupcial era igual que cuando novios: la misma pasión y entrega. Desayunaban y cenaban juntos pues la comida la hacían por separado, cada quien en su redacción o, en su defecto, en el puesto ambulante más cercano.

Acabábase de publicar el último reportaje sobre los vínculos del narcotráfico con funcionarios del gobierno mexiquense del cual Marlén fue coautora, y desde entonces la psicosis y el miedo gobernaron sus días. Pensó incluso en claudicar al oficio. A veces no dormía y otras más Óscar apaciguaba sus demonios procurándole besos húmedos en cada espacio de su carne indulgente y viva. Una piel tatuada por el yugo de la represión de quienes con golpes intentaron silenciar aquellas sus manos envenenadas de verdad; hábiles para escribir todo, salvo líneas de silencio. Durante el ayuntamiento, Marlén olvidaba -sólo entonces- cualquier amenaza telefónica e incluso las visiones de los tantos episodios de ficciones horrendas consecuencia inevitable de su enfermedad psiquiátrica. Marlén y Óscar: eran dos pero eran uno.

Aquel día el tiempo se detuvo. Marlén tragó desde muy temprano las primeras pastillas del día acompañadas de la inherente taza de café que bebía alternando los besos de su esposo. Él, en cambio, paseaba sus ojos por encima del overol, imaginando sus pechos desnudos. Esos pechos que le gustaba morder y acariciar con el ritmo de la muerte y los compases del deseo; par de duraznos que nutrían su vida y serían el postre esa misma noche.

En solitario Óscar perseguía a cada bocanada de humo y cada línea escrita, la revelación acaso divina para comprender la afección de su esposa. Quería descifrar las visiones de Marlén, ver lo que ella veía. Sentir sus miedos y llorar por lo que ella lloraba, pero no podía.

Las alucinaciones de Marlén detonaron con las amenazas y riesgos propios de su quehacer periodístico: alguna ocasión se les vio salir corriendo, como escapando, de un restaurante del Centro Histórico. Óscar angustiado le decía que todo estaba bien, que nadie los perseguía. Ella en cambio con los ojos inundados de un terror indescriptible pero frío y una oración jadeante de palabras cortadas, juraba haberlos visto. Esa vez Óscar lloró como queriendo encontrar respuestas en ese mar impotente que recorría su rostro.

Las pastillas a veces lograban mantener a su esposa enfocada, pero a veces no. El terror, así como el cariño que Óscar le profesaba, era cada vez mayor. Ese día en que el tiempo se detuvo, Marlén no encontró otra salida. No la buscó.

Al tercer cigarro se despidieron. Sus bocas enredadas en tronidos intermitentes fue el hasta luego que sin pronunciar palabras se comunicaron. Cada uno partiría al trabajo en busca de nuevas historias, pero ese día Marlén no tocó la redacción. Iba en camino cuando a lo lejos distinguió a aquellos hombres del restaurante. Un frío bañó de súbito su cuerpo y de pronto el overol pareció acartonarse pues los pasos se volvieron torpes y pesados. Aquellos verdugos le susurraban al oído. Corrió, como pudo, tanto hasta donde le fue posible, pero ellos seguían ahí. Marlén entró hasta ese café del centro y pronto ordenó cualquier bebida. Por un momento los perdió pero sabía que estaban cerca e iban por ella.

Sacó de la bolsa delantera del overol un puñado de pastillas y las tragó con agua de la llave. Luego llevó un cigarro a su boca mientras el espejo de aquel baño mostraba unos ojos encharcados en miedo. Si aquella mirada hablara, gritaría. El reflejo lucía la angustia y el terror de quien habla el lenguaje de la muerte.

Piensa en Óscar.

Él, en cambio, tiene ese día una gran historia que quiere compartir con Marlén y posiblemente desate en un amplio reportaje sobre las muertes en la entidad, aunque piensa también en el terror que mantiene aturdida a su esposa con publicaciones de esta índole y que ni las pastillas logran luego apaciguar; sin embargo, se aproxima a reportear un deceso descomunal.

Como puede, ingresa al sitio rodeado para entonces de patrullas. Ve a los ahí presentes envueltos en pánico, pero el miedo de ellos es éxtasis para Óscar.

La policía ha entrado también.

Óscar ve el arma de los uniformados y recuerda que lleva la propia: toma de su bolsa derecha una cámara compacta y se prepara a disparar. De pronto el silencio del interior se escurre hacia los pasillos y sigue su camino hacia las calles.

Óscar está envuelto en júbilo, desea en todo momento estar con Marlén, acariciarle o besarle, o todo a la vez. Para entonces el silencio que ahora ha inundado a la ciudad le piden guardar la calma y no expulsar una risotada. El dedo índice se posa sobre el disparador del electrónico. Suda de emoción.

Ha llegado el momento.

“Se ahorcó” dice un hombre mientras los demás del lugar abren paso a la muerte. De pronto el tiempo se detiene: bajo la sábana blanca cuelga un brazo con la mano entumida como queriendo sujetar una pluma. Óscar sigue el recorrido de esa mano hermosa en busca de un rostro que fotografiar, pero sólo distingue fracciones de un overol azul.

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