* Nitz Lerasmo

He aprendido que la mejor manera de hacer una mezcla seca consiste en agregar una parte de cemento, a dos partes de arena y tres partes de grava. Uno, dos y tres como si fuera el compás de un vals o un fragmento de la sucesión de Fibonacci. Mientras revuelvo todo con la pala, pienso que tal vez haya algo áureo en hacer la mescolanza perfecta. Al instante, sin embargo, me arrepiento de esta conjetura tan clasicista, tan aferrada a las secuencias que estructuran la espiral de los nautilos. Entonces me corrijo a mí mismo y considero que mejor convendría mezclar caóticamente, sin la pretensión de ordenar esta papilla de cemento, arena y grava. De cualquier forma, la mezcla nunca me ha quedado bien porque al momento de agregar agua mis cálculos fallan y la mezcla resulta muy diluida. Por eso Tavo siempre tenía que ayudarme a resolver mi desastre, él que sabía cuál era su lugar en el mundo, y no era como yo, un enclenque graduado en filosofía que perseguía la hogaza de pan a como diera lugar.

Que al terminar la carrera de filosofía la muerte por inanición era un riesgo inminente era algo que se me advirtió desde un inicio. En primer semestre el profesor de lógica nos aconsejó: “Al terminar la carrera, mejor pongan un puesto de carnitas ―dijo frente a su audiencia de jóvenes y entusiastas amantes del conocimiento―; les va a ir mejor”. Por supuesto optamos por el autoengaño y todos en esa aula intentamos convencernos de que seríamos el próximo Kant. Evidentemente nadie lo logró y eso no debería sorprendernos. A pesar de todo, tuve la osadía de terminar la carrera e incluso la desfachatez de titularme con una tesis sobre el concepto de alienación en los Manuscritos de 1844 que fue aplaudida, de manera unánime, por mis sinodales en una insignificante ceremonia de graduación. Puedo decir sin orgullo y sin arrepentimiento que gasté los mejores años de mi vida recluido en bibliotecas tratando de comprender los escritos de los grandes filósofos que, a su vez, trataban de comprender el mundo. Recorrí Platón hasta Agamben sólo para pasar de mi ceremonia de graduación a la búsqueda incesante de un trabajo que me permitiera costear una vida digna. Pero habrá que ser iluso ―como yo― para no darse cuenta que el mundo actual no necesita filósofos. Algo para mí se hizo evidente en ese entonces: si tenía que vender mi fuerza de trabajo a cualquier postor, lo haría porque el hambre apremia y mi estómago no aceptaría nutrirse sólo de lecturas.

Una tarde me encontré frente a estos condominios de lujo en plena construcción mendigando un trabajo. Coincidió que media hora antes de aparecerme en el lugar, un trabajador había caído desde una viga a seis metros de altura y los asustados encargados temían una demanda. Entre el susto y la urgencia de tener que remplazar al ángel caído, me aparecí yo como un borrego predispuesto al matadero. Al momento de mi contratación ―es un eufemismo porque nunca firmé ningún contrato―, los encargados ni siquiera me preguntaron si sabía algo del oficio. Tanta fue su desesperación y la mía. Pero si mis superiores no notaron mi ignorancia, mis compañeros, desde el primer momento en que agarré una pala, advirtieron que era un impostor. Si no evidenciaron mi impostura fue gracias al bonachón de Tavo que intuyó la gran desesperación en que me hallaba sumido, e intervino para que no fuera delatado. A sus veinte años Tavo se movía por el esqueleto de la construcción como si fuera su hogar, su lugar de batalla y su amada. Yo, a mis veinticinco, apenas podía cargar un costal de cemento sin flaquear a cada paso. El recuerdo de mi refrigerador vacío, sin embargo, me persuadía para no claudicar.

Mentiría si dijera que únicamente los primeros días fueron duros y después me acostumbré. La verdad es que, con el paso del tiempo, sólo mis manos se hicieron callosas pero el cansancio que me abatía por las noches era el mismo, nunca mermó. A pesar de todo, ahí estaba yo, día tras día vendiendo mi fuerza de trabajo, desgastando mis músculos y huesos para conseguir la hogaza de pan. Mi condición de impostor, si bien era marginal en un inicio, se fue diluyendo poco a poco y mis compañeros de trabajo me tomaron confianza. Ellos se apiadaron de mí debido a un extraño sentimiento que oscilaba entre el paternalismo y la lástima que despiertan los más débiles de la manada. Así que el problema nunca fueron mis compañeros. Ellos de buena gana me acogieron y a la hora de la comida siempre me invitaban un taco de guisado, rebosante de salsa roja, o un refresco.

Mi problema, al igual que el de ellos, tenía nombre y apellido: Santiago Schneider. Dueño de los condominios de lujo que estábamos construyendo, y dueño de la constructora que nos había contratado ―otra vez el eufemismo―, Santiago Schneider era descendiente de la casta de mexicanos que no come tortillas pero sí pan europeo porque así se lo enseñaron sus abuelos alemanes. Pan europeo y caviar, supongo, ya que la familia Schneider ostenta un árbol genealógico que sólo da frutos millonarios, es decir, cabecillas del mundo empresarial. Se decía que los abuelos de Schneider huyeron de Alemania tras la derrota nazi, lo cual hacía a la familia Schneider sospechosamente nazi. No puedo asegurar que rindieran culto a la esvástica pero clasistas sin duda lo eran, en especial Santiago Schneider quien sólo dirigía órdenes a sus empleados llamándoles “pinche gato”. “Pinche gato, trabaja más rápido que te estoy pagando”, me gritó una mañana en que me afané en preparar la mezcla de cemento. Lo que me ofendió no fue que Schneider me comparara con un felino doméstico. La ofensa radica en que así se nombran de manera peyorativa a todos aquellos que ocupan una posición subordinada. Todo aquel que no es jefe sino empleado es un gato. Es un insulto que refleja el desprecio de los que tienen el poder sobre los desposeídos. En suma, de quien ofende desde el clasismo. La rabia se me aglutinó en la garganta y quise gritarle muchas cosas al canalla pero de mi boca no salió palabra alguna. Sólo conseguí tragar saliva como si con ella pudiera tragarme toda la rabia. Entonces me encontré frente a una realidad que me provocó escalofríos: yo ya estaba domesticado, al igual que mis compañeros. Todos odiábamos en secreto a Santiago Schneider pero nadie se atrevía a confrontarlo porque él, en efecto, era quien nos pagaba. Santiago Schneider, como todos los de su clase, sabía a la perfección que ahí radicaba su incuestionable poder: él era el rico y nosotros, los pobres.

Si el triunfo de Schneider consistía en pasearse por la construcción, escudriñando cada detalle con sus ojos celestes y humillándonos a la menor oportunidad, el único desquite que a nosotros nos quedaba era burlarnos de él en secreto. A la hora de la comida, entre taco y taco, dedicábamos un rato a la burla y al escarnio que bien se merecía Santiago Schneider. Era nuestro único consuelo, la única manera de reivindicar nuestra dignidad azotada por él cada día.

Sé que hasta ahora he descrito a Santiago Schneider como el típico villano de telenovela. Sé que parece inverosímil alguien como Schneider. Pero esto no es un cuento y a la realidad no puede exigírsele verosimilitud. A la ficción sí, pero no a la realidad. Podrán reclamarme que es un personaje muy plano; sin embargo, es real y contra eso de nada sirven los reclamos. Además, me es difícil empatizar con los opresores. Yo debería revelar el lado vulnerable de Schneider para mostrar que después de todo no era tan ruin o que sí lo era pero a pesar suyo. Me rehúso a llevar a cabo tremenda traición. Que empaticen con él los defensores de los derechos humanos. A mí la gente como Schneider no me inspira compasión ni la veo capaz de redimirse.

Salvo por la presencia insoportable del patrón, el trabajo en la construcción era medianamente pasadero. Cuando de nuestra vista desaparecían los ojos celestes de Schneider, el cielo ―como si pretendiera palidecer los ojos arios del patrón―se volvía de un cobalto fortísimo. A doce metros sobre el piso, era imposible no detener el ritmo frenético del trabajo y dar paso a la contemplación. Entonces la Ciudad de México se mostraba como el monstruo dormido que es, con un murmullo de voces mezclado con el viento y las nubes eran perras blancas que corrían por el cielo para manchar ese tapiz azul. En medio de ese vaivén de impresiones, nosotros edificábamos piedra por piedra una ruina. El tiempo se encargaría de confirmarlo. “Todo constructor ―escribió Yourcenar―, a lo largo, sólo edifica un derrumbamiento.” En esos instantes, me era inevitable sentirme hermanado con los esclavos del pasado que nos legaron ruinas imponentes. ¿Podría yo también legar ruinas y la certeza irrevocable del derrumbe, cualquiera que este sea?

Así habríamos continuado nuestras vidas, con las vejaciones de Schneider, los tacos de guisado en el almuerzo, las manos callosas y la cópula diaria de la grava y el cemento. Todo habría continuado así si Tavo no hubiera caído desde una viga a ocho metros de altura. No éramos ingenuos; sabíamos que trabajar sin protección, sin seguro médico no era recomendable. Pero no poseíamos nada y por eso aceptamos un trabajo en donde ni siquiera una contratación legal era posible. De nada sirvieron las huelgas de los obreros del siglo XIX; desde hace tiempo ya hemos vuelto a la barbarie.

Tavo cayó desde una viga ―al igual que el ángel caído que remplacé― y quienes presenciaron la tragedia aseguran que se escuchó un sonido de huesos rotos cuando su cuerpo se estrelló contra un montículo de arena. Algo de milagroso tuvo ese montículo porque lo libró de la muerte. Tavo permaneció inconsciente mientras todos nos acercábamos para auxiliarlo. Santiago Schneider y sus secuaces también se acercaron. Advertí que el empresario hacía un gran esfuerzo para simular tener todo bajo control. Pronto, una ambulancia llegó por Tavo y lo llevó al hospital. Santiago Schneider no nos permitió acompañarlo en la ambulancia y nos dijo que él se encargaría del “muchacho”. Sé que Schneider llamó “muchacho” a Tavo para no evidenciar que desconocía su nombre. Para él, todos éramos los gatos y en su cabeza no cabía la posibilidad de que tuviéramos nombre y apellido.

Al día siguiente, fui al hospital con la intención de visitar a Tavo pero no lo logré. Antes de entrar a la habitación donde dormitaba mi amigo, su madre me interceptó. Mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo desechable, la mujer me dijo que Tavo no volvería a caminar porque había quedado paralítico. Con voz entrecortada me contó que Santiago Schneider eximió su culpa aduciendo que Tavo no había firmado ningún contrato, por lo cual él no era responsable del accidente. Sin embargo, Schneider se había compadecido del muchacho y le dio treinta mil pesos a la madre a manera de indemnización.

Otra vez sentí la rabia reverberar en el estómago y subir por mi esófago, como si la rabia con sus manos de lumbre me tejiera un nudo en la garganta para asfixiarme. Era intolerablemente injusto. Tavo, que apenas era un muchacho, disfrutaba pasearse por la construcción, cargando material, construyendo muros y columnas con una alegría incomprensible para mí. Él era el joven que cantaba cumbias y se balanceaba sobre las vigas con habilidad de equilibrista. Y ahora estaba condenado a la inmovilidad de sus piernas, ya no podría brincar sobre los charcos con sus botas sucias de cemento. Y pagar treinta mil pesos como indemnización a alguien que casi pierde la vida construyendo algo que valdrá millones de pesos era un acto de lo más deleznable. No era difícil suponer que Santiago Schneider gastaba esa misma cantidad de dinero en una cena en el restaurante más exclusivo de la ciudad. Schneider había roto un nuevo récord en miseria humana y eso era imperdonable.

Salí del hospital casi corriendo, sin evitar que lágrimas de rabia me resbalaran por las mejillas. Sentía mucho odio carcomiéndome la vida. Sombrío, erré por calles desconocidas, apretando los puños hasta hincarme las uñas en las palmas mis manos. Y al extender las manos, veía en mis palmas esas marcas semicirculares, medias lunas de sangre, que sólo me recordaban que el daño me lo hacía a mí y no a quien lo merecía. Me sentía harto, humillado y eso que no era yo quien renunciaba a sentir las piernas, a mancharme las botas recorriendo esta mugrosa ciudad. No recuerdo cómo llegué al lugar pero de repente me encontré frente a un edificio en plena construcción, al igual que otros miles que se erigen en el mundo cada año. Era una mole que se alzaba sobre las casas aledañas. De sus columnas todavía sobresalían varillas metálicas. Con seguridad en algunos meses ese gigante sería un lujoso centro comercial. Y ahí estaban los albañiles, como yo, moliéndose los huesos para construir un lugar que no les pertenecería jamás y donde ellos tampoco pertenecerían.

Me acerqué a la construcción que estaba rodeada por tablas de madera. Las tablas semejaban un biombo que encubría la fealdad de las construcciones inacabadas. Un biombo que impedía perturbar la estética clase mediera del barrio. Rodeé lentamente la construcción, mirando por los intersticios de las tablas. Algo provocó que me detuviera en seco. En una de las maderas alguien había grafiteado, con una caligrafía irreverente, unas palabras que explotaron como bomba molotov en mi cabeza. Pintado con aerosol, estaba escrito en rojo brillante: Eat the rich. Y más abajo, aún más explosivo: Mate a su jefe.

Como todas las mañanas, Santiago Schneider bajó de su automóvil, se acomodó la satinada corbata y entró a la construcción. En ese momento del día, nosotros ya llevábamos varias horas trabajando, y la mancha de sudor debajo de nuestras axilas crecía proporcionalmente al número de horas trabajadas. Cuando Santiago Schneider recorría la construcción para evaluar nuestro trabajo, usualmente todos nos deteníamos en seco como perros domesticados que permanecen inmóviles durante la auscultación veterinaria. Schneider caminaba con cuidado, para no ensuciarse, porque llevar los zapatos limpios, relucientes, con las suelas apenas gastadas, es una marca de clase. Esta vez, sin embargo, yo no quise detenerme para contemplar cómo Schneider humillaba a otros. Proseguí con mi trabajo, el cual consistía en demoler un muro. La orden de la demolición la había dado Schneider el día anterior porque según él ―que ni arquitecto era― afeaba una parte de la construcción. Con el mazo, yo golpeaba el cemento y trituraba tabiques sin cesar. A manera de estruendo hacía resonar la rabia y la inconformidad que hervían en mi sangre.

Supongo que mi actitud a leguas violenta llamó la atención de Schneider. Él se acercó a mí y yo seguí golpeando el muro sin voltear a verlo. “Pinche gato, deja de hacer tanto ruido mientras estoy aquí”. Lo desobedecí porque me sentía liberado al estrellar el mazo contra el muro y ver cómo se pulverizaba esa construcción que tanto odiaba. “Deja de golpear tan fuerte que te vas a fregar, como el otro gato que se cayó de la viga, y me va a salir muy cara tu indemnización”, me dijo Schneider y se le escapó una particular risa burlona, esa risa de poderoso, de rico, de hombre blanco, la risa que históricamente sólo la han disfrutado y compartido los opresores. Entonces dejé de golpear el muro y volteé a ver a Schneider. Él me miraba con una sonrisita asquerosa y, a la vez, mis compañeros observaban incrédulos la rebelión de la oveja que se descarría, del perro que muerde al dueño que lo alimenta. Volví a sentir cómo la rabia con sus manos de lumbre me tejía un nudo en la garganta para asfixiarme. Pero esta vez, para poder respirar y vivir, con todas mis fuerzas levanté mis brazos por encima de la cabeza, empuñando el mazo.

Probablemente Schneider ni siquiera lo vio venir pero yo le clavé el mazo en la cabeza. Seguro murió al instante porque el mazo se le enterró varios centímetros en el cráneo, hundiéndolo y desplazando la masa encefálica al exterior. Después de matar a mi jefe frente a una veintena de compañeros, el silencio y la estupefacción inundó a todos los presentes. Un silencio que apenas fue perturbado por el ruido de la ciudad, como si ella también estuviera pasmada.

Maimónides escribió que “son divinas las palabras de un sueño, cuando son distintas y claras y no se puede ver quién las dijo.” El asesinato, por irreal que me pareciera, no era un sueño. Yo había asesinado a un hombre y el rictus en el desfigurado rostro de Schneider era prueba de ello. Sin embargo, al menos me parecieron divinas las palabras cuando, de entre mis compañeros, una voz nos sugirió: “Bueno, pues hay que seguir trabajando. En lugar de tirar el muro, nos conviene reconstruirlo, sin necesitar tantos tabiques, ¿no?”. A pesar de la ambigüedad de la sugerencia, todos captamos el mensaje y pusimos manos a la obra. Unos cargaron el cadáver de Schneider y lo acomodaron dentro del hueco del muro que minutos antes yo intentaba demoler. Otros se encargaron de limpiar la sangre del piso, otros más acarrearon los tabiques, los costales de cemento. Entre todo comenzamos a reconstruir el muro, mientras cantábamos las cumbias de Tavo.

Y heme aquí, revolviendo la mezcla de cemento, grava y arena. He aprendido de mis errores, y esta vez sabré poner la cantidad correcta de agua para que la mezcla no quede muy diluida. Lo haré bien porque no está Tavo para corregirme, lo haré bien porque es la última revancha que puedo darle, y esa revancha tendrá que arder al igual que me ardieron unas palabras garabateadas a las afueras de una construcción.

Hay una frase atribuida a Jean-Jacques Rousseau. Quizá sea una frase apócrifa pero, en estos tiempos de noticias falsas, nada nos impide atribuírsela a Rousseau: “Cuando la gente no tenga nada más que comer, se comerá a los ricos.” Por supuesto que el filósofo francés se equivocó. ¿Comerse a los ricos? No, para nada. Tan sólo emparedarlos, como si fueran un nauseabundo sándwich de tabique que sólo el tiempo y la destrucción se encargarán de consumir, de desgastarse los molares triturando la piedra caliza y los huesos de un déspota. Me parece inevitable imaginar el asombro de los ciberarqueólogos del futuro cuando encuentren un esqueleto dentro de una construcción del siglo XXI. ¿Qué rituales nos adjudicarán? ¿Qué tradiciones? Yo no tengo otra tradición que el cataclismo, ni más legado que la certeza del derrumbe.

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