- Alberto I. Gutierrez
La cita comienza. Ella sube al auto, te saluda de beso —este saludo es más cálido que el de la primera vez—, después viene un silencio de 15 segundos y entonces ella te habla de su ex. Una incomodidad brota dentro del vehículo, una sensación con la adherencia suficiente como para hacerse uno con la tapicería. Esto último puede durar desde un par de minutos hasta 15 días, dependiendo del grado de apego.
El ritual de la lamentación da comienzo. Todo principia con el nombre de aquel bastardo, le sigue una descripción pormenorizada de los horrores vividos, de las vejaciones experimentadas, de la guerra psicológica, los trastornos, el mal. Unas lágrimas empiezan a emanar de sus ojos, y en eso, un deseo mesiánico brota desde tus adentros, pero una voz interna trata de ofuscarlo. Ricardo, I have hungry —Ricardo, tengo hambre— le oyes decir. Es así que las pocas trazas de empatía, las ansias de ofrecer consuelo, ceden su puesto para dar paso a una erección mediana y a un ser primitivo que se activa ante la vulnerabilidad. La experiencia te dicta que el león nunca persigue a la presa fuerte, sino a la accesible.
No puedes evitar sentir asco por lo que acaba de pasar por tu mente, pero una batalla detona en tu cuerpo treintañero. Tus labios tratan de morder a tus colmillos, tus uñas intentan desgarrar tus carnes, la solidaridad busca aniquilar al sexo. Y para cuando el debate ha llegado a cierto punto de equilibrio, el coche está repleto de extraños, pues ahí están las exparejas de tu date que no dudan en observarte, juzgarte, detestarte. En eso, el grado de dificultad aumenta, ya que de la nada aparecen tus exnovias, lo que te confirma la frase de una película que pasó desapercibida1: “el pasado no pasa” —tú agregarías que no pasa jamás—.
Es así que la cita se va al carajo. Basta una pequeña chispa para que la escena vuele en mil pedazos. Pero a pesar del riesgo, del olor a pólvora que invade al aire, deciden continuar buscando cumplir con la cena porque era lo establecido, y en gran medida porque sus tripas exigen un divertimento. La gesta culmina antes de lo previsto, ya que los dos tienen una ocupación en común: lavar el resto de platos rotos que tienen en casa, aunque en ellos les sea imposible comer.
La llevas a su departamento. Ella movida por la culpa te invita a pasar, le dices que no debido a un falso dolor de ciática, y los dos se despiden con un beso y un abrazo dietéticos, sin azúcar, pero con hartas gotas de limón y sal. Es así como todos los personajes descienden del coche y se largan a sus respectivas celdas. Al día siguiente, tus compañeros de la oficina te preguntarán qué tal ha ido la cita. Entonces levantarás el pulgar, mentirás diciendo que fue una velada estupenda, que mañana se repetirá. Después de eso cada uno te dará una palmada en el hombro, pues ya todos saben de lo ocurrido, y que tú, Ricardo, no tienes escapatoria, no has llegado solo.
1 Se hace referencia a una de las frases de la película argentina-brasileña “El pasado” (2007) del director Héctor Babenco.