Agustín Cadena

Un temor violento y una mórbida fascinación: éstas son las dos actitudes hacia la muerte que se han intercalado en la historia de la sensibilidad. El temor aparece cuando la fe en la existencia del alma flaquea, en épocas de revolución o crisis epistemológica. En el siglo xvii el hombre se sentía angustiado por tener demasiados conocimientos; había atisbado muy lejos en la estructura del universo, en los problemas trascendentales del ser humano, en el funcionamiento del organismo animado. Y había desarrollado una tecnología militar escalofriante para su tiempo. Todo esto lo hacía sentirse blasfemo. Estaba provocando a las fuerzas primordiales del universo, experimentando con una máquina cuyas reacciones desconocía y que lo mismo podía crear que destruir. Y los dioses castigan, o en el mejor de los casos abandonan, a quien roba su fuego, a quien muerde criminalmente los frutos del árbol del conocimiento. Con la transgresión, la culpa y el miedo entran en el mundo. Se exteriorizan como un horror vacui: el horror a la nada, a los espacios vacíos. El criminal, si es artista, tratará entonces de llenar todos los huecos que existan en el espacio de su obra; creará el barroco: las catedrales, la pintura de Rubens, la poesía de Góngora. Odiará lo desnudo y lo magro. Glorificará la vida y la celebrará en su abundancia, en su inmediata presencia.

De todas las épocas que sucedieron al barroco, la que más se le parece en este sentido es el siglo XXI: la misma osadía, la misma culpa, el mismo vértigo de la inteligencia.

Por la otra parte, la fascinación morbosa ante la muerte aparece cuando la ilusión de la inmortalidad hace huir las sombras del temor. La vida es entonces, como en las doctrinas gnósticas, una estación de prueba en la cual el alma puede liberarse de esta prisión a punto de apestar que es la carne. El hombre romántico anhelaba la paz de la tumba. Y al igual que los cátaros o los ascetas cristianos, descubrió el placer de oprimir sádicamente su propio cuerpo. Ya no se trataba de alcanzar la salvación del alma por medio del ayuno o la flagelación, sino de afirmar la autonomía absoluta del yo por medio del suicidio. El romántico estaba obsesionado por la evidencia de su mortalidad; se sentía o se sabía herido de muerte desde su nacimiento. Fascinado por el Demonio y por el Infierno, ya no esperaba el Cielo cristiano sino otra clase de recompensa: la gloria de hallar el fin del héroe cósmico, del transgresor, del despreciador de la vida. Esta aristocracia espiritual se manifestaba exteriormente como una forma refinada de estoicismo: el spleen, mal du siécle o Weltschmerz. Envolvió entonces, en el manto vaporoso de su poesía, la tuberculosis, la enfermedad en general junto con algunos de sus signos externos: la palidez, la fiebre, la delgadez extrema. La verdadera belleza estaba en la beauté malade que Baudeleaire tomó, para consagrarla, de Edgar Poe. Su ideal estético es reductible a una imagen: la joven tocada por la muerte en la flor de la vida.

Nuestro siglo XXI, con todo lo que tiene de parecido al XVII, es una época de mucha complejidad y, en cierta medida, de ruptura con los contenidos ideológicos que sustentan el modelo antropométrico dominante. Tema para otro estudio. De cualquier manera, la marginación sexual sigue siendo el castigo a la imperfección física. La publicidad, la creciente propaganda y religiosa, la televisión, la música popular… todo insiste diariamente en que olvidemos nuestra mortalidad. La gente ya no muere en su casa ni vuelve a la tierra como antes; se le sepulta (si a eso se le llama sepultar) en rascacielos funerarios. Se prohíbe a los niños entrar en la habitación del moribundo. En fin, el mexicano descrito por Octavio Paz, que celebra y dentro de su miedo se burla de la muerte, se parece cada vez más al norteamericano aséptico, para quien todo lo relacionado con el acontecimiento último de la vida es macabro. Y el cuerpo —en especial el cuerpo obeso, por más rotundo, por menos espiritual— nos agrede, nos obliga a recordar que somos mortales, orgánicamente corruptibles como una naranja o un gato atropellado en la calle.

Ser gordo es una humillación y esto es absolutamente cierto, pero en el sentido etimológico y cristiano de la palabra. Porque humillación viene de la misma raíz que humus. Humillarse es aceptar que la suculenta sustancia humana procede de lo inorgánico, de la tierra, de la ceniza.

Se trata de una relación dialéctica: tras la conciencia de la mortalidad viene la celebración de la vida, el canto a su abundancia. Si el individuo va a desaparecer sin que al final sobreviva nada suyo, queda el gozo de amarlo en su presente sensible, en su undosa materialidad. Al diablo las formas modernas de opresión del cuerpo: la anorexia y el gimnasio. La exuberancia adiposa representa la venganza de la imperfección humana contra lo perfecto cibernético o divino.

La mujer bien cebada es una burbuja que revienta de vida. Sabe —no puede olvidarlo— que va a morir y disfruta su residencia en la tierra: que sean los hombres y no los gusanos quienes agoten tanta abundancia.

La culturista, en cambio, utiliza el gimnasio para olvidar la precariedad de su cuerpo. En griego, narcisismo procede de la misma raíz que narcosis. La narcisista contempla su cuerpo —la parte más superficial y perecedera de su ser— para olvidar que va a perderlo. A diferencia de ella, la mujer gorda —ola redonda, nube grávida, ámpula de dulzor— está vacunada contra el narcisismo (a menos que quiera sentirse la Venus de Wilendorf) y contra los remilgos de la espiritualidad. Su cuerpo luce inflamado de amor y, gracias a él, disfruta intensamente los placeres de la gula y de la carne (both meat and flesh), inaccesibles al estoicismo vegetariano.

La sebosidad victoriosa se asocia con el sibaritismo, con la molicie, con cierto tipo de voluptuosidad deliciosamente grosera, y con todos aquellos vicios que involucran el lujo del cuerpo y la caída del alma en la dulce degeneración de la opulencia.

Globo de pulpa, sandía de carne, la mujer bien jugosa recuerda, como Bachelard, que la dicha hace comestible al mundo. Por eso, quien ama disfruta su cuerpo como un pastel enorme e inagotable donde el amante puede hundir su rostro mil veces sin acabárselo. Qué placer tan grande sería el del artista barroco Martínez del Mazo cuando pintó, desnuda, a aquella niña gorda a quien malamente apodaban La Monstrua; era, estoy seguro, un fragante lechón de nácar.

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